Novela de ajedrez o la última jugada de Stefan Zweig contra el Destino

Por Juan G Ramírez

Los dioses usan los astros para jugar una partida de ajedrez

J.G.R.


El ajedrez, un juego en apariencia pacífico, tiene un origen más oscuro: la guerra. “En Oriente se encendió esta guerra, en que se odian dos colores, cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra”, escribió Jorge Luis Borges. En su formación acudieron muchos pueblos y épocas. Algunos sitúan su origen en el siglo VI a. C., en la India, con su antecesor el Chaturanga, donde se disponía cuatro divisiones militares en orden de batalla. En la China se le conoció como El juego de los elefantes, se atribuye su creación al comandante Hán Xin, y también escenifica dos ejércitos en contienda. De allí saltó al Oriente Próximo, donde lo llamaron Shantrany, que derivó en Acedrex. El término hindú rajah, significa rey; y los persas lo adoptaron como shah, y de allí nació la expresión shah mat, jaque mate (el rey está muerto). Pues sí, de eso se trata el ajedrez: dos reinos enfrentados en un ámbito infinito. Un juego a muerte. Ya lo dijo Garry Kasparov: “El ajedrez es el más violento de los deportes”. En muchos cuentos se nos habla de la Alfarona, suerte de ajedrez, donde antiguos reyes se disputaron sus reinos en una partida. Los peones representan la infantería; los caballos (en algunas partes elefantes), la caballería; los alfiles, cuya palabra deriva de elefante, representan a los edecanes del rey; las torres (roques), el castillo; luego está la dama (alferza) y el rey.

A Europa el ajedrez llegó en la Edad Media. En España, quien ayudó a su difusión fue Alfonso X, el Sabio, con El libro de los juegos, donde se describen varios juegos de mesa, entre ellos el ajedrez. Una historia cuenta que la reina Isabel I de Castilla, aficionada al ajedrez, se molestó porque la dama resultaba una pieza débil. Así que convocó a los sabios de su reino para que le encontraran nuevas jugadas. Y así fue. Los sabios le entregaron a la dama todos los movimientos de las otras piezas, salvo los movimientos del caballo. De ese modo llegó a ser una de las piezas más poderosas sobre el tablero.



Y es que el ajedrez está hecho de leyendas. Otra cuenta que, un hombre sabio, le presentó este juego a un rey que había acumulado una larga tristeza por la muerte de su hijo. Entre jugada y jugada el rey pudo olvidar su pena, y quiso recompensar al hombre sabio. Le dijo lo que suelen decir los reyes: “pídeme lo que quiera, que hasta la mitad de mi reino te daré”. Pero el hombre, sabio como era, pidió un grano de trigo por cada posibilidad de jugada sobre el tablero. Los súbditos del rey se rieron de la petición del hombre. Pero pronto se dieron cuenta de la desproporción de lo pedido. Y es que, con sólo diez movimientos, las posibilidades de jugadas son de más de ciento sesenta y cinco cuatrillones, tanto que un jugador no alcanzaría a ejecutarlas todas a lo largo de una vida. El sabio recibió más trigo de lo que los sirvientes del rey podían imaginar. Muchos de los ajedrecistas fueron también matemáticos, como el caso de Emanuel Lasker. Leonhard Euler resolvió el “problema del caballo”, compleja ecuación; el caballo, ubicado en cualquier casilla, puede recorrer las 63 restantes sin repetirlas. Sobre el tablero se dan las más inesperadas combinaciones y sacrificios. Existen los jugadores instintivos, como José Raúl Capablanca; los austeros, como Anatoli Kárpov; los alegres, como Mijaíl Tal; los misteriosos, como Bobby Fisher; los de difíciles combinaciones, como Garry Kasparov; los precisos, como Magnus Carlsen, que pueden seguir los caminos de “inteligencias” como AlphaZero.

También son muchas las conexiones entre el ajedrez y la literatura. Bellísimas metáforas se han inspirado en este juego. Una de las más conocidas es la de Omar Khayyam, que ve el mundo como un enorme tablero hecho de días y noches, y los hombres como piezas que Dios (o el azar) mueven a su antojo. Jorge Luis Borges conoció en la traducción inglesa de Edward Fitzgerald:

El Mundo es un tablero cuyos Cuadros Son Noches y son Días, y el azar

A su antojo nos mueve como a Piezas, Luego, las Piezas a la Caja van.


Y Borges escribió:


Dios mueve al jugador, y este, la pieza.

¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonía?


¿Y si tienen razón los poetas, si solo somos parte de un enorme ajedrez que consta de ocho mil millones de piezas, y ese jugador (llamado destino) a veces nos ofrece en gambito, y a veces nos toma al paso, o nos usa en un enroque, o nos sacrifica por una jugada mejor, o nos pone en una esquina fianquetados? Sin embargo, nos deja cierto margen de maniobra; y cuando el ataca con una apertura Ruy López, nosotros podemos oponernos con una Defensa Pirc; o si se viene con la Apertura Inglesa, nosotros podemos defendernos con la Variante Leningrado o con la Nimzoindia. Ya Isaac Bashevis Siger, en Un amigo de Kafka, hace decir a su personaje Jacques Kohn: «Todos jugamos al ajedrez con el Destino. El Destino mueve una pieza, y nosotros movemos otra. El Destino intenta darnos jaque mate en tres jugadas, y nosotros intentamos impedírselo. Nos consta que no podemos ganar, pero sentimos la necesidad de oponer resistencia. Mi adversario en este juego de ajedrez es un ángel muy duro de pelar. Ataca a Jacques Kohn con todos los medios, todos los trucos y las argucias a su disposición». Y luego: 

«Sí, todo no es más que un inmenso juego de ajedrez. Siempre temí a la muerte, pero ahora que estoy con un pie en la tumba he dejado de temerla. No cabe duda de que mi adversario planea jugar lentamente. Seguirá con su táctica de quitarme todas mis piezas, una a una. Primero, me quito mi arte de actor, luego me convirtió en pseudoescritor. Y tan pronto hizo esto último, me dio esa parálisis que afecta a algunos artistas de la pluma, incapaces de escribir media palabra. A continuación, me privó de mi vigor viril. Sí, yo sé que aún falta mucho para el jaque mate, y esto me da cierta fuerza. Que hace frío en mi dormitorio, pues bien, que siga haciendo frío. Que hoy no tengo ni para cenar, pues bien, nadie se muere por no cenar un día. Él ataca, y yo contraataco. Y si no hay Dios, ¿quién es ese que juega al ajedrez con Jacques Kohn?».

Novela de ajedrez es el último libro de Stefan Zweig; lo envió a los editores un día antes de suicidarse. Zweig, según la historia, era un mediocre jugador sobre el tablero. Pero intentó, desde las letras, agotar las “infinitas jugadas” de los grandes espíritus humanos. ¿Quién es el jugador? ¿Qué pieza y que destino representa cada persona? ¿Acaso una hecha de sueños, una pieza que cree moverse por su propia cuenta? ¿Qué pieza era Zweig? ¿Una que intentó comprender la solead y la tristeza de las otras piezas, sus jugadas maestras, para que las otras fichas del tablero se vieran reflejadas en ella? Habló de la locura de los poseídos (Hölderlin, Von Kleist, Nietzsche); de los profetas del dolor (Dostoyevski, Rilke, Tolstói, Balzac); de los aventureros resignados (Vasco Núñez de Balboa, John Sutter, Magallanes, el Capitán Scott, Américo Vespucci); de los que incidieron en el devenir de la historia (María Antonieta, Castelio, Fouché, Grouchy, Lenin). Por alguna razón nunca menciona el silencioso ajedrez que jugaron una tarde, en el Café de la Terrasse o en el Café Voltaire, Tristan Tzara y Vladimir Lenin. Una partida que después se jugó sobre toda la tierra, decidiendo los destinos del siglo XX, y de los siglos futuros.




En Novela de ajedrez, Zweig narra la historia de Mirko Czentovic, un bruto e iletrado personaje que llegó a ser campeón mundial de ajedrez. Y es que, para Zweig, el ajedrez es una ciencia, una técnica, un arte que flota entre dos categorías, como flota entre el cielo y la tierra el ataúd de Mahoma. También es «un juego confinado a un espacio geométrico rígido, pero de combinaciones ilimitadas, en constante desarrollo y al mismo tiempo estéril, un pensamiento que no lleva a ninguna parte, una matemática que no calcula nada, un arte sin obras, una arquitectura sin sustancia». En otras palabras, un juego abstracto donde hasta un analfabeto como Czentovic puede pasar por genio. Y, por otro lado, en Novela de ajedrez también se narra la historia del Dr. B., un abogado encargado de esconder los bienes de los últimos miembros de la casa imperial austriaca. Por esta razón el Dr. B. es detenido por los oficiales de las SS al servicio del régimen Nazi.

Pero en vez de ser sometido a las habituales torturas, golpizas, estrangulamientos, se le condenó a la nada. Confinado en una habitación, no le quedó más que el refugio de sus pensamientos, y los pensamientos, rodeado de cosas inertes e inexpresivas, producen locura. «Sobre la mesa no podía haber ningún libro, ningún periódico, ninguna hoja de papel, ningún lápiz, y la ventana daba a un muro. Me habían quitado todos los objetos: el reloj, para que no supiera la hora; el lápiz, para que no pudiera escribir nada; la navaja, para que no pudiera abrirme las venas; me negaron hasta el nimio embotamiento del cigarrillo. El ojo, el oído, ninguno de los sentidos recibía el menor estímulo; uno estaba solo consigo mismo, desesperadamente solo con su cuerpo y con los cuatro o cinco objetos mudos. Pero incluso los pensamientos, por muy faltos de sustancia que parezcan, precisan un punto de apoyo, de lo contrario empiezan a dar vueltas y a gritar sin sentido en torno a sí mismos; tampoco ellos toleran la nada».

Pues sí, el Dr. B. por muchos meses fue sometido a esta clase de “tortura psicológica”, hasta que un día logró robar, de una oficina de interrogación, un pequeño libro: resultó ser un tratado de ajedrez. El Dr. B. lo recibió con desilusión. Luego se fue encariñando con el libro, estudiaba las jugadas de los grandes maestros, como Alexander Alekhine, Emanuel Lasker y José Raúl Capablanca. Después, como pudo, construyó un ajedrez y comenzó a practicar las jugadas. Los ejemplos del libro pronto se agotaron, entonces decidió jugar ajedrez contra sí: intentó un desdoblamiento; intentó que ese “yo”, que ya jugara con las piezas blanca o con las piezas negras, no se enterara de las jugadas del “otro”. Asunto complejo, porque, ¿cómo desconocer lo que ya se ha pensado? El Dr. B. se obsesionó tanto que sufrió una “intoxicación por ajedrez”. Desde que se despertaba jugaba contra sí mismo; y el jugador de piezas negras apremiaba al de las piezas blancas, y viceversa. Siempre con mayor premura, hasta entrar en una locura febril.


Cabe señalar que la novela trascurre en un barco; en un viaje de Nueva York a Buenos Aires. El destino, que trenza los hilos, dio cita a Mirko Czentovic y al Dr. B., sin que ellos aún lo supieran. Sólo reanudaron una antigua tradición, una antigua batalla. En la primera partida el Dr. B. logró vencer al campeón mundial; en la segunda, Czentovic pudo notar la desesperación de adicto de su rival, y jugó con toda la paciencia posible. El Dr. B. en su arrebato comenzó a alucinar. Triunfó el bruto, el iletrado, el bárbaro Mirko Czentovic; triunfó la falta de imaginación.

Muchos ven en esta novela una parábola contra el nazismo; y en el bárbaro e iletrado Czentovic ven a Hitler. Es probable. Pero, sobre todo, es una novela sobre la desesperanza, donde la fuerza y el dinero se imponen sobre la cultura; el iletrado sobre el hombre culto. Zweig que vivió entre libros, que lloró muchas veces la pérdida de sus bibliotecas, que fue un eterno exiliado, pudo ver cómo personajes estúpidos arrasaban Europa, pudo ver la quema de libros y el desprecio por el conocimiento. Fue, desde entonces un “objetor de conciencia”. Propugnó, como Castelio, por la libertad de pensamiento, y se opuso a los dogmatismos. Si bien Zweig no alcanzó a ver en pleno la barbarie de los campos de exterminio, ni la degradación de la guerra, vio en Europa un pueblo moralmente intoxicado, abocado a una penosa destrucción espiritual, y no encontró salida, salvo en el suicidio.

Stefan Zweig quiso, como el Dr. B., jugar esa última partida de ajedrez contra el Destino, una que sabía ya perdida, y un 22 de febrero de 1942, en Petrópolis (Brasil), donde se había refugiado, apuró una copa de Veronal. Nuca sabremos si el “yo” que jugaba con las piezas blancas logró vencer al “yo” que jugaba con las piezas negras, o viceversa. “El Azar a su antojo nos mueve como a Piezas; luego, las Piezas a la Caja van”. Shah mat. Perdimos a un hombre que nos acercó, como nadie, a los personajes de la historia y del arte.


PdL