Saint-John Perse, algunos fragmentos de Pájaros y Crónica

Nuestro colaborador, Juan G Ramírez, recuerda hoy al poeta Saint-John Perse a propósito de su onomástico. He aquí una breve selección de fragmentos de sus libros Pájaros y Crónica.

Por Juan G Ramírez


El poeta Saint-John Perse nació un 31 de mayo de 1887, en Guadalupe, "Isla de las bellas aguas". Poeta abundante, "Anábasis" es su libro más conocido. Yo prefiero Crónica y Pájaros. Este último, traducido por Jorge Zalamea, escrito en homenaje a los pájaros de Braque.





De Pájaros

«... Son los pájaros de Georges Braque: más cerca del género que de la especie, más cerca del orden que del género; más prontos a unir con sólo un rasgo la cepa materna y el avatar; jamás híbridos y no obstante milenarios. Llevarían, en buena nomenclatura, esta repetición del nombre con el cual los naturalistas se complacen en honrar al tipo elegido como arquetipo: Bracchus Avis Avis.

No son ya grullas de la Camarca ni gaviotas de las costas normandas o de Cornouaille, garzas de África o de Ile-de-France, milanos de Córcega o de Vaucluse, ni zoritas de las gargantas pirenáicas; sino pájaros todos de idéntica fauna e idéntica vocación, beneficiarios de casta nueva y de antiguo linaje.

Pájaros de Braque y de nadie más...»



«... Ignorantes de su sombra y no sabiendo de muerte sino lo que de inmortal se consume al ruido remoto de las grandes aguas, pasan, dejándonos, y ya no somos los mismos. Ellos son el espacio atravesado por un sólo pensamiento.

Conocemos la historia de un Conquistador Mongol, raptor de un pájaro en su nido, y del nido en su árbol, que recogía con el pájaro, y su nido y su canto, todo el árbol natal mismo, asido en su sitio, con su pueblo de raíces, su mota de tierra y su margen de terruño, todo su retazo de “territorio” inmueble evocador de baldío, de provincia, de comarca y de imperio…

Pájaros de Braque, y de nadie más… Inalusivos y limpios de toda memoria, siguen su destino propio, más receloso que subienda alguna de cisnes negros sobre el horizonte de los mares australes. La inocencia es su edad. Juegan su suerte en proximidad del hombre. Y se elevan al sueño en la misma noche que el hombre. Por el orbe del más grande Sueño que a todos nos vio nacer, pasan, abandonándonos a nuestras historias urbanas… Su vuelo es conocimiento, el espacio su alienación...».


De Crónica:

«Alta edad, venimos desde todas las márgenes de la tierra. Antigua es nuestra raza, nuestro rostro carece de nombre. Y mucho sabe el tiempo de cuantos hombres fuimos.

Sólos hemos andado sobre las lejanas carreteras, y los mares nos llevan, los mares que fueron extranjeros para nosotros. Hemos conocido la sombra y su aspecto de jade. Hemos visto el fuego del que se espantaban nuestros animales. Y el cielo se encolerizó en nuestros vasos de hierro. 

Alta edad, henos ahí. Ni rosas ni acantos nos preocuparon. Pero el monzón de Asia latigueaba, hasta en nuestros lechos de cuero o de roten. 

¡Irreprochable es, oh tierra, tu crónica a los ojos del censor¡ Nosotros somos pastores del futuro, y no nos basta toda la inmensa noche devoniana para apuntalar nuestra alabanza. ¿Es que estamos, ¡ay!, es que estamos en verdad –o jamás estuvimos– en todo esto?»


«Errantes, ¡Oh Tierra!, nosotros soñábamos…

No tenemos contrato eterno con los feudos ni tierra de bienes raíces. No hemos recibido legado alguno y tampoco sabríamos legar. ¿Quién supo jamás nuestra edad, quién supo nuestro nombre de hombre? ¿Quién disputará algún día nuestro lugar de nacimiento? Epónimo, el antepasado, y su gloria, sin huella. Nuestras obras viven lejos de nosotros, en sus huertos resplandecientes. Y no ocupamos rango entre los hombres del momento.

Errantes, ¿qué sabíamos nosotros del lecho de la abuela, por blasones que llevase en su madera mosqueada de las Islas?... No era cuestión de nombres para nosotros en el viejo gong de bronce de la antigua morada. No era cuestión de nombres para nosotros en el oratorio de nuestras madres (madera de jacarandá o de cidro), ni en la antena de oro móvil en la frente de las guardianas de color.

No estábamos en la madera de violero de la espineta o del arpa, ni en el cuello de cisne de los grandes muebles lustrados, color de vino de especias. Tampoco estábamos en las cinceladuras del bronce, y en el ónix, y en las estrías de pilastras, ni en los vidrios poblados de árboles de los altos armarios para libros, todo miel y oro y cuero rojo de Emir, 

Pero en el caparazón de tortuga gigante todavía maloliente, y en la ropa de las sirvientas, y en la cera de los arreos donde se extravía la avispa; ¡ah!, en la piedra del viejo fusil de negro y en el olor de las virutas frescas de las carpinterías de mar, y en el espolón del velero sobre el astillero de la familia; más aún, en la pasta de coral blanco aserrada para las terrazas, y en la piedra grande y negra de los embaldosados de los cuartos de servicio, y en el yunque de herrero de establo, y en ese pedazo de cadena brillante, bajo la tormenta, que levanta, cuerno alto, la pesada bestia negra que lleva giba de cuero… estábamos, el alga fétida de medianoche fue nuestra compañera bajo los techos».


PdL