Recuperamos esta reseña escrita para PdL por nuestro colaborador Gabriel Arturo Castro, cuyo fallecimiento el día de hoy tres de junio lamentamos profundamente. Sea esta una oportunidad para recordarlo y rendirle un homenaje a través de su ejercicio como crítico literario: un artículo suyo alrededor de William Ospina y su libro La escuela de la noche.
La escuela de la noche.
William Ospina
Random House Mondadori
Bogotá, 2023
200 páginas
Por Gabriel Arturo Castro*
El presente libro se enmarca dentro de una inclinación de la literatura que pretende reemplazar elementos como la tensión, la pulsión y el drama por la exclusiva erudición, esclavizando de nuevo al arte a las ataduras del intelecto, a la estética tecnicista. clásica de origen renacentista, cuya dinámica se encauza hacia la nostalgia de la mitología grecorromana, el rechazo por otras expresiones que no sean los clásicos, es decir, a lo no amoldado la simetría, al orden, a la claridad-transparencia intelectual, teorética y especulativa de la representación artística. Sus abanderados son considerados por la crítica conservadora y snob como grandes estilistas, “de exquisita y rara expresión”, forjadores otra vez del intelectualismo, el regreso a culto de la razón, la imitación, la inflexibilidad de las reglas, el decoro y el deleite como elementos preponderantes de una antigua estética.
A propósito de citas, para usar el procedimiento habitual de Ospina, alguna vez Michael Ende escribió un texto que tituló Artificios estilísticos. En él se lee:
Con algunos autores tengo siempre la impresión, inevitable, de que, cuando escriben, estiran el dedo meñique y redondean los labios. A mí la cosa me irrita. Cuando estoy leyendo y me invade la sensación de que el autor levanta las cejas y me mira a través de sus líneas como si me preguntase: “¿Has notado tútambién con qué rara exquisitez he vuelto a expresarme?”, pierdo las ganas de seguir leyendo y cierro el libro.
Dicha pasión por la lengua y el estilo llevan al autor del libro en mención a minimizar el lenguaje personal, ya que confiere el mayor protagonismo en su escritura a la compilación o reunión de fragmentos provenientes de otras voces, las cuales ensombrecen la voz propia, sumado ello a su tendencia a ser epigonal, seguidor y repetidor de otros, salvo sus ensayos titulados El sentido del libro y La escuela de la noche, donde despliega por fin un espíritu crítico, polémico, reflexivo, libre, muy singular, a través de la persuasión, la sugestión y la confrontación.
Los dos textos mencionados son punzantes, intensos, problemáticos, plenos y vivaces, frutos de la lucidez, la fuerza creadora y la decisión del riesgo, y no sólo de una elocuencia consagrada o del hábito estilístico que confina al lenguaje a una cárcel de convenciones. Porque en los demás ensayos, muy bien escritos, excelsos, elocuentes, armoniosos, perspicaces, elegantes, los textos no se liberan del autor para revelar significaciones no previstas por él. ¿Acaso el ensayo no es también el arte de la palabra y de la persuasión?, pero persuasión, que valiéndose de la lengua produce creencia, sugestión y emoción.
Aquí el adorno y lo formal deberían ayudar a esa fuerza del convencimiento, la seducción y la inspiración al lector, junto al poder de la invención del autor, función relegada por el poder de la expresión de un repertorio canónico de argumentos y métodos ya señalados.
Pasión por otros escritores tiene Ospina: Borges, Shakespeare, Dante, Whitman. El mejor homenaje que le podría rendir a los autores mencionados, sobre todo a Borges, sería el diferenciarse y emanciparse de ellos, de sus influjos tan férreos y soberanos y así darle a su obra particular una concreta realización histórica y estética. Pero es tanto el fervor que se acomoda, glosa, parafrasea, mitifica y se deja deslumbrar todo el tiempo sin rebelarse, interrogarse o postular una visión crítica, elementos que sacrifica por el estilo: lo importante es escribir bien, de manera encantadora, sin tensión, y allí Ospina triunfa sin transgredir, transformar, apartarse, extrañarse, ni arrojar una luz acusadora desde su propio punto de vista, siempre oculto tras la lección enciclopédica, el límite gramatical, el placer intelectual de construir los mismos mecanismos verbales que el autor denuncia en Góngora, sus palacios verbales, “una acumulación razonada y clasificada de todas las cosas, un catálogo y no una condensación de la sabiduría”.
Ospina cae en lo que él mismo censura en su libro: la tendencia a individualizar demasiado y divinizar al autor. Tal fascinación por la erudición y el andamiaje verbal se pueden volver en contra, pues afecta la fuerza creadora, la limita en contra de la diversidad o complejidad del mundo, y a favor de un modo de escritura regida en su divulgación por exitosos principios de publicidad comercial. El “verbalismo” de William Ospina, el preciosismo y el manejo perfecto del idioma castellano o este modo de “retórica” se ha agudizado en nuestro medio y época. A propósito de seguidores de tal propensión en Colombia, recordamos la escritura de Philip Potdevin Segura y Winston Morales Chavarro, ejemplo muy contrario a la labor que rindieron otros intelectuales muy fecundos en la literatura artística, el ensayo y la crítica como Germán Espinosa, Rafael Gutiérrez Girardot, Pedro Gómez Valderrama y R.H. Moreno Durán, entre otros.
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*Reseña originalmente publicada en número 5 de Periódico de Libros Lecturas Críticas.