Viviane Forrester: Israel, un Estado ilegal

Por Juan Rivera Solano

El crimen occidental
Viviane Forrester
Fondo de Cultura Económica
de Argentina, 2008
200 páginas.

El crimen occidental es un ensayo clásico sobre la génesis del conflicto de Oriente Próximo, que se destaca por su enfoque novedoso. Fue escrito por Viviane Forrester (París 1925–2013), autora que pasó a la historia por sus tesis audaces y por su escritura lúcida. Se le ha descrito como ensayista enragée (el razonamiento alimentado por la rabia o rage) por su valentía y compromiso vital. Fue perseguida por el antisemitismo nazi, lo que la llevó a exiliarse temporalmente en España en 1943. Estuvo en la cima de la intelectualidad mundial y compartió sus grandes interrogantes. “¿Por qué escribimos?”, es la pregunta que se hizo junto a Octavio Paz en uno de sus paseos por las calles de Venecia. Ella respondió por los dos: “Para morir un poco menos”.

Lo novedoso de su mirada en torno al drama palestino-israelí, es que sitúa su origen en los prejuicios raciales y coloniales de las grandes democracias occidentales. Su análisis del conflicto parte desde una postura anti sionista, lo cual no es extraño para una intelectual de ascendía judía comprometida con la verda y las causas justas. Inicia su ensayo con la actitud de Occidente frente al holocausto judío a manos de los nazis, a la que califica de elusiva, mansa y de consentimiento por omisión. Se trató de una actitud de complicidad criminal. Por esta razón, afirma, la Segunda Guerra Mundial no fue motivada por la salvación de los judíos, sino por la perpetuación de la hegemonía occidental; la guerra no se libró en contra de la Alemania nazi, sino en contra de la Alemania expansionista. “La guerra contra el nazismo no ha tenido lugar”, sostiene. 

La faceta del racismo a la que se refiere Forrester es al antisemitismo, cuya concepción moderna surgió a mediados del siglo XIX y floreció en el XX. Los linchamientos multitudinarios de judíos estallaron en la mayoría de las naciones europeas, siendo el más conocido el pogromo nazi del 9 de noviembre de 1938, mejor conocido como “la noche de los cristales rotos”. Este dio inicio a la Shoá u Holocausto, cuyo saldo total oscila entre seis y diez millones de víctimas. Pese al genocidio, la actitud de Europa y la de Estados Unidos no mejoró, a los refugiados se les cerraban todas las puertas, aún después de terminada la guerra. Algunos barcos naufragaron en alta mar repletos de judíos, tras ser rechazado en muchos puertos. Y de aquí surge la pregunta fundamental: ¿Cuál habría sido la actitud correcta de estos perseguidos?

Para Forrester no existen dudas al respecto, el camino era continuar la lucha por la democracia y la igualdad en el seno de las sociedades europeas, como se había hecho desde siempre. Los judíos nacidos en Europa eran tan europeos como cualquier otro ciudadano europeo, excepto por un prejuicio racial, al que se debía enfrentar y derrotar, para hacer mejor a esos países y a esas sociedades. Se trataba de una lucha en contra del racismo en general, y no solo de la suerte de los judíos; concernía a la política a escala mundial, del porvenir ético general y de la legitimidad de todos los cuerpos. Toda lucha contra el racismo, es una lucha por la humanidad. Para ejemplificar esta vía, trae a colación el paradigmático caso Dreyfus, un capitán francés degradado y condenado por sospechas y prejuicios antisemitas.


La revelación del escándalo fue hecha por «J’accuse...!» (Yo acuso, 1898), un artículo del célebre escritor Émile Zola, que desencadenó una paciente y larga lucha jurídica de los judíos en Francia, controvirtiendo la lógica antisemita. Finalmente fue liberado y reivindicado tras varios años de prisión. A la paciente lucha jurídica se puede contraponer la urgencia de los perseguidos, que requería soluciones inmediatas. En este sentido se puede resaltar el proyecto del barón Hirsch, un empresario judío-alemán, que adquirió tierras en Argentina, en donde alojó a miles de judíos perseguidos en Europa. Esta comunidad se integró de manera pacífica y armónica a la sociedad gaucha, beneficiando a ambas partes.

Pero la tentación del sionismo estaba latente. La fundación de un estado es tan embriagante como la creación de una guerrilla, tiene más que ver con el ego de los dirigentes, que con las necesidades reales del pueblo que dicen representar. El viejo antisemitismo europeo ha recurrido al crimen, pero principalmente a la expulsión. Han sido expulsados de todas partes, excepto de Irlanda. Irlanda es el único país que nunca ha perseguido a los judíos, al menos eso fue lo que oyó decir el señor Deasy, uno de los personajes de Ulises. “Porque nunca los dejó entrar”, explicó, solemne.

 Europa se negó a recibir a los judíos expulsados de Rusia, de la Alemania nazi y de otras naciones. Los Estados Unidos también impusieron la inicua política de los cupos, aun después de terminada la guerra. En la lógica de esta visión colonialista europea, la única solución al antisemitismo era la expulsión de los judíos de Europa y reasentarlos en algún lugar del Tercer Mundo. Las grandes naciones estaban dispuestas a reconocer un estado judío, pero lejos de sus fronteras, con lo que subsanaban un crimen a través de terceros. Lo más simple para las naciones dominantes era otorgar unas tierras pobladas por menospreciados a otros menospreciados. Que se arreglen entre ellos. Y si se pelean, qué importa. Se consideraron varias posibilidades, como si se tratara de un juego: Argentina, Canadá, Uganda, Mesopotamia, Anatolia, Chipre, Trípoli y, sin preferencia alguna, Palestina. 


Por esta vía, Israel se convirtió en lo que odiaba: “Escandalosamente escandalosa, la comparación fue y es muchas veces osada en el otro sentido, entre Israel y la Alemania nazi”.


El racismo europeo encontró un interlocutor en el sionismo, ideología de cierto sector de los judíos, que admitía los prejuicios raciales europeos y compartía la idea de que los judíos eran, en verdad, un lastre para las excelsas sociedades europeas. Aceptaba de buena gana la misión de liberar a Europa de la “suciedad” judía y reasentarla muy lejos de sus fronteras. El sionismo era la peor respuesta al antisemitismo, pero prendió y tomó fuerza en las mentes menos informadas, en las dispuestas a tomar atajos y reivindicaciones tangibles, de corto plazo. Por ello es comprensible que surgiera de una mente como la de Theodor Herzl, fatua e inmadura, carente de rigurosidad científica o filosófica, motiva da solo por el ego. El estado de Israel lo ha deificado, pero la ensayista francesa lo presenta en su real dimensión: jurista vienés, judío asimilado, hostiga las tradiciones judías. Nunca combatió políticamente al antisemitismo, por el contrario, lo aceptó como un hecho establecido e ineluctable. Simpatizaba con Édouard Drumont, el enemigo más notorio y más virulento de los judíos: “Una buena parte de mi libertad conceptual se la debo a Drumont”, afirmó en cierta ocasión. Al pensar en el futuro estado judío, Herzl fantaseaba con codearse con príncipes y zares, y su visión de una nación judía era de cuento de hadas, lujosa y refinada:

“También nosotros tendremos bailes esplendorosos, hombres en trajes de gala, mujeres a la última moda [...] Todos nuestros funcionarios deben ir de uniforme, estar elegantes, marciales, pero no ridículos. Los grandes sacerdotes llevarán vestidos impresionantes. Nuestra caballería, pantalones amarillos y túnicas blancas. Los oficiales, corazas plateadas”. 

Su modelo de gobierno, la aristocracia. Herzl concede razón al antisemitismo al admitir que los judíos son un “cuerpo extraño” en las sociedades europeas; no enfrenta al racismo, solo lo esquiva, le sigue su juego, por tanto, lo consagra. Por estas ra- zones, sus soluciones parecen proceder del mismo antisemitismo: conversión en masa al catolicismo y el exilio. La idea de patria se amalgama con la de refugio, le sirve de pretexto, pero al mismo tiempo es una idea atractiva para los grandes países, a los que promete quitar de encima a los indeseables judíos.


Viviane Forrester

Pese a todos estos inconvenientes, decidieron crear un estado, con lo que complacían al racismo europeo. Perseguidos por toda la geografía mundial y durante buena parte de la Historia, los judíos se convirtieron en los grandes perseguidos de la humanidad, por lo que se esperaba que construyeran un reino de la cordialidad, de la hermandad, de la democracia. No obstante, erigieron un estado “judío”, lo cual no solo se riñe con las reglas simples de la democracia, sino que no se compadecía de las otras nacionalidades habitantes de ese suelo, en especial con los árabes. Pero la suma de varios errores no conducen a la virtud, sino a un error más grande.

La creación del estado de Israel estaba por convertirse en el mayor crimen de occidente, dado que se construyó en un territorio ajeno, habitado por personas que lo consideraban su patria: lo había habitado de forma ininterrumpida durante los últimos quince siglos. El discurso sionista los cegó, evitando enterarse de que Palestina era una tierra ajena, por lo que todo lo que construyeran  allí sería ilegal. También les evitó enterarse de que lo que estaban comprando era un conflicto sin fin, pues todo pueblo sobre la tierra está dispuesto a luchar por su patria hasta las últimas consecuencias.

Los líderes sionistas sabían lo que estaban haciendo. El dirigente sionista Menahem Ussishkin lo expresaba sin empacho: “Los otros habitantes deben ser trasladados a otra parte [...] Nosotros hemos de conquistar el territorio porque el ideal que perseguimos es más grande y más noble que la simple salvaguarda de unos cientos de miles de fellahs árabes”. El asunto, señor Ussishkin, es que esos fellahs, por muy insignificantes y atrasados que fuesen, y por muy noble que fuese la causa sionista, eran los dueños de esa nación. Tal vez no era una nación en el sentido moderno occidental, pero era su nación, su patria.

Por esta vía, Israel se convirtió en lo que odiaba: “Escandalosamente escandalosa, la comparación fue y es muchas veces osada en el otro sentido, entre Israel y la Alemania nazi”. Los judíos se han reconciliado con los alemanes y con Europa, el continente que los expulsó, pero no han logrado reconciliarse con los árabes, que nunca los expulsaron de ninguna parte, ni nunca los habían considerado inferiores. Forrester considera ilegal al Estado judío, pero no por ello carente de derecho a existir: 


“La legitimidad o no de su política no tiene nada que ver con la inviolabilidad de su existencia”. 


El Estado de Israel es ilegal, no obstante tiene 75 años de existencia, por lo que sería otro crimen tratar de destruirlo. Sin embargo, como estado moderno, como sociedad moderna, debe abrazar la causa humana, por tanto, la causa árabe. Pese al horror del crimen, cierra el ensayo con esperanzas. No espera un final idílico, pero sí la convivencia de dos estados, dos naciones jóvenes, vibrantes, ninguna de las dos hastiadas, las dos vencedoras y vencidas, las dos enérgicas, ambas enamoradas de una misma tierra.

PdL