Todos los hijos de Giuseppina Gusmano

Por: Jefferson Echeverría·


Todos eran hijos míos
Anna Lavatelli
Panamericana editorial
Bogotá, 2023
100 páginas



Después de haber visto La lista de Schindler, recuerdo que, en algún momento, me imaginé lo maravilloso que sería encontrar una historia similar, basada en hechos reales, pero plasmada en una gran novela. Tras una intensa búsqueda, en la que también influyó el azar, finalmente llegó a mis manos un libro con una portada en la que aparecen catorce niños en cuyos gestos se refleja una terrible angustia (salvo uno, el de gorrito ladeado que está haciendo muecas): era la grandiosa obra Todos eran hijos míos, escrita por la italiana Anna Lavatelli y ambientada en Casale Monferrato, una ciudad al norte de Italia.

Más que contar la historia, la voz en primera persona de Dirce, la hija única de doña Giuseppina Gusmano, nos retrata los sufrimientos que deben soportar unos niños judios escondidos en una sinagoga, huyendo de los terribles sucesos ocurridos en una Italia impregnada por el fascismo y el nazismo. Narrada en un tiempo suspendido en el presente, como si los recuerdos de ese pasado remoto hubieran ocurrido apenas ayer y no hace más de siete décadas, la historia conlleva un mensaje sobre la importancia de concebir a los otros como seres humanos, aún en los tiempos donde socorrer a los enemigos, impuestos por una dictadura, puede ser un riesgo mortal. 

La señora Giuseppina Gusmano, una italiana humilde que trabaja en la sinagoga donde se resguardan los niños, asume una terrible responsabilidad en un momento crítico, precisamente cuando se avecinan rumores de una batida por parte de los oficiales de las SS. Ante este peligro, Gusmano decide alojar a todos los niños en su humilde hogar, ubicado en la calle Santa Ana, un suburbio seguro, apartado de los bramidos de la guerra. El valor de esta mujer, que tiene todo que perder y que perfectamente pudo haber renunciado a su trabajo, nos lleva a volver a creer en la humanidad y la esperanza, aun en medio de los horrores del conflicto y las diferencias. 


Son varias las anécdotas que Dirce nos relata a modo de aventuras a lo largo de esta obra, a lo mejor lo hace para enseñarnos una valiosa lección: que estos niños, que apenas alcanzan a vislubrar la magnitud del horror, convierten la astucia infantil en un aliado indiscutible, de tal forma que logran sobrellevar su condición actual como si fuera un simple juego. La fantasía, la magia, la esperanza y la amistad les ayudan a soportar la guerra. Así como la imaginación les ayuda a mitigar el aburrimiento, recreando mundos posibles en medio de añoranzas y pilatunas. Y el humor le permite a Emanuele, el niño más inquieto del grupo, entablar una conversación con un soldado alemán. Pero es el hecho de creer en la compasión de los otros, lo que les da fuerzas para emprender un largo camino desde el orfanato hasta la casa de la señora Gusmano, su nueva madre adoptiva, superando todos los posibles peligros que los esperan durante el recorrido.

Es de admirar que, en un momento en que el odio hacia los judíos se impone por la fuerza, la señora Gusmano, aun siendo católica, convierte su humilde hogar en un refugio en el que contiene con firmeza, pero también desde el respeto, la energía infantil. Podemos leer una muestra de esto cuando la mujer les ordena rezar antes de dormir y, en vez de recitar las plegarias católicas que acostumbran a decir antes de la cena, les permite a los niños decir sus oraciones en la que para ella y su familia es una lengua extraña. Como se puede ver en este episodio, para la valiente señora Gusmano, aunque dueña de un carácter implacable, no existe en su lenguaje la palabra fanatismo, solo la bondad y el deseo de ayudar al prójimo, sin importar sus creencias y las absurdas restricciones forzadas por la dictadura.

La valentía de la señora Giuseppina Gusmano tampoco mide los límites que condiciona el peligro: Dirce lo confirma en el momento en que nuevos peligros acechan a los niños refugiados. Es ella, y no su marido, el pintoresco Felice, quien se enfrenta a todos los vecinos de su edificio cuando se enteran de que allí se esconden unos niños judíos. Poseída por el honor de aquellas mujeres que han resistido a la injusticia, y sin tener claro el arte seductor del discurso, su palabra, no obstante, está impregnada de una pureza que supera las trampas de la infamia y del miedo colectivo.



Es el claro ejemplo de una voz humilde que no necesita palabras grandilocuentes ni mucho menos empalagar con engaños las mentes de un pueblo cobarde, pero que, sin embargo, conmueve por medio de actos humanos y nos hace honrar con la memoria a aquellos héroes que contribuyeron de manera discreta, silenciosa o anónima a la protección de aquellos damnificados por una guerra que, históricamente, dejó más heridas que triunfos.

Con una brillante edición de Panamericana Editorial y la traducción de Edson David Rodríguez, la escritora italiana Anna Lavatelli (quien visitó la Feria del Libro este año), expone un hermoso, conmovedor y abrumador panorama de la guerra y también de la humanidad que se esconde detrás de pequeños actos de valentía.


PdL