Por Amador Ovalle ·
En agosto nos vemos
Gabriel García Márquez
Random House
Bogotá, 2024
122 páginas
La novela trata sobre una mujer madura, casada, que visita la isla en la que está enterrada su madre. Carmen Balcells, la gran editora, creyó que la esencia del asunto era que allí encontraba el amor de su vida. Gabo, divertido, corrigió este parecer: no era el amor de su vida, lo que encontraba en la isla era un amante diferente en cada visita. La periodista Rosa Mora reveló en 1999 que se trataba de una historia de amor de gente mayor y que esta se basaba en una idea que a Gabo le atraía. Hasta aquí los hechos, ahora las especulaciones.
La principal preocupación de un escritor maduro, ese que domina los secretos de la escritura, la alquimia de convertir el lenguaje ordinario en literatura, es encontrar el siguiente tema sobre el cual escribir. El García Márquez otoñal exploraba ideas, descartaba algunas, ensayaba otras, hasta que se decidió por esta. En efecto, se trata de una historia de amor, pero no una cualquiera, sino una basada en una «idea que a Gabo le atraía». Pero, ¿cuál era esa idea? ¿La infidelidad, la promiscuidad? No, no lo creo, tal vez sea una idea más elaborada. Es probable que imaginase una novela en donde cada aventura amorosa pareciera «el amor de su vida». Y tal vez lo fuese, si las circunstancias lo hubiesen permitido, pero que, si se truncaba, renacía en otra persona. Es el desmonte del alma gemela, de la media naranja, de la idea de que estamos predestinados a una sola y especial persona. Que ninguna persona es especial o, mejor, que todas son especiales. Es una historia que intenta probar que el amor es eterno mientras dura. Y eso puede ser una noche o un año o toda la vida, pero que, si ese sentimiento muere, puede llegar otro nuevo amor eterno.
En el aspecto literario, encontramos que en el prólogo Rodrigo y Gonzalo, los hijos varones, nos ofrecen disculpas de antemano por publicar un libro con «baches y pequeñas contradicciones», que su propio padre calificó de inservible. Y es posible que el Alzheimer haya hecho de las suyas, pero Gabo está presente desde las primeras páginas con su magia narrativa y sus fabulosos adjetivos. En ocasiones se desvanece, pero conserva la magnificencia de un león anciano, que, aunque menguado, sigue siendo el rey de la selva. Como cualquiera de sus personajes, García Márquez fue presa de una jugarreta del destino: adquirió una enfermedad que le afectaba su don más preciado, la mente. Parece que los hados aman las paradojas, ensordecieron a Beethoven, cegaron a Borges y ahora desmemoriaban a Gabo. Y él mismo era consciente de esta mala pasada cuando afirmó que «la memoria es a la vez mi materia prima y mi herramienta. Sin ella no hay nada».
La mayor prueba de la merma de su memoria, de la progresiva pérdida de la agudeza mental, es el tamaño de la obra. Es tan pequeña que no parece una novela, sino el resumen de una. Y, con toda seguridad, Gabo no estaba conforme con este resultado, pero la fuente se estaba secando y cada vez brotaba menos literatura. Él, como el gran novelista del idioma español, sabía que la novela es extensa. Vargas Llosa, desde su esquina intelectual, lo ha explicado mejor que nadie: «la poesía es intensa, la novela extensa». Y abunda: «El número, la cantidad, forman parte constitutiva de su cualidad, porque toda ficción se despliega y realiza en el tiempo, es tiempo haciéndose y rehaciéndose bajo la mirada del lector. Por lo general la gran novela es, también, grande». Y Gabo fue uno de los maestros de la abundancia, escribía con ese apetito descomunal de contarlo todo, hasta que el Alzheimer le robó la memoria.
Luego vienen otros detalles achacables a su déficit mental. El más ostensible es el abuso de los pronombres personales, en particular de «él» y «ella», que un García Márquez pleno habría eludido con genialidad. Otros, son ciertas descripciones que llevan la impronta garciamarquiana, pero que han llegado a convertirse en lugares comunes como la «cal viva», sus «bálsamos», los «amores atolondrados», «el aire estancado» y algunos otros. El Alzheimer le había hecho olvidar que ya había utilizado esos recursos en escritos que, para entonces, eran mundialmente famosos.
En otro plano, vale la pena destacar los arabescos literarios y musicales con los que García Márquez adorna la obra. Ya estábamos familiarizados con sus apuntes musicales, desde los vallenatos de Cien años de soledad, su música materna, hasta la amplia banda sonora de Mis putas tristes, pero no habíamos tenido noticias de ningún título de novela en sus novelas. Aquí menciona nueve, Drácula, El lazarillo de Tormes, El viejo y el mar, El extranjero, El día de los trífidos, Crónicas marcianas, El misterio del miedo, Diario del año de la peste y la Antología de literatura fantástica de Borges, Bioy Casares y Ocampo. Es una ensalada sui géneris, en la que predominan autores de habla inglesa, entre británicos y gringos; un francés, un autor anónimo español y una antología universal elaborada por argentinos. Se trata de ficción pura y dura —algunos de ciencia ficción—, tal como corresponde a los autores que habitan universos paralelos a la gris realidad.
En lo tocante a la música, se trata de una novela de músicos y de música, lo cual no es sorprendente para el escenario en donde se desarrolla la trama, el Caribe, archipiélago que Carpentier describió como islas sonantes. La propia protagonista es portadora de un apellido —Bach— cargado de significados musicales y perteneciente a una familia musical. Irrumpe con el Claro de luna de Debussy, lo que invoca nuevamente las desdichas y sincronías de los hados, pues su autor intentó no publicarla, pues creía que estaba por debajo del nivel de sus otras composiciones. La consideraba muy simple, pero tal vez esta simplicidad fue la que permitió «un aventurado arreglo para bolero». Sigue con las Variaciones de Tchaikovsky, tema de corte clásico; el Vals del Emperador, una majestuosa obra austriaca, que cuesta trabajo imaginar en una rumba caribe, pero nada es imposible en la viña del señor Gabo. Finaliza con Siboney, la sensual canción cubana compuesta por Ernesto Lecuona.
Por otra parte, sacar al aire una obra forma parte de un rito literario ancestral, que nadie se quiere perder, pues implica una suerte de hechizo que se echa andar en el universo. Y, finalmente, las razones literarias: publicar o no publicar es la forma más drástica de crítica literaria. Desde luego, la principal preocupación de los herederos era la calidad de la obra, el diagnóstico del propio autor, pero no cabe ninguna duda: la novela había que publicarla de todas maneras. Y la razón es muy simple, a los lectores nos gusta conocer todo acerca de nuestros escritores amados, las frases que escribió en una servilleta, los apuntes que dejó en la puerta de la nevera, los borradores, así como las malas novelas de la juventud y de la senectud. Admito que es una actitud colindante con el fetichismo, pero es una práctica bastante común entre los lectores y que hasta el mismo Vargas Llosa ha admitido ejercer: «Soy fetichista literario —afirmó en un artículo sobre Malraux— y de los escritores que admiro me gusta saberlo todo: lo que hicieron, lo que no hicieron, lo que les atribuyeron amigos y enemigos y lo que ellos mismos se inventaron para no defraudar a la posteridad».
En este asunto no hay que perderse, se trata de una obra del novelista más importante del idioma español de todos los tiempos, por lo que había que publicarla, leerla, reseñarla y criticarla. El resto son meras formalidades secundarias, si se trata de una obra postrera menguada en calidad y extensión o si se trata de un triunfo de la memoria sobre una forma de demencia senil.