Por Jaír Villano
I
“¿Por qué, por qué la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser siempre un hombre el eje de su vida?”, se pregunta una de las voces narradoras de La amortajada. ¿Por qué una escritora tan adelantada como María Luisa Bombal no gozó del reconocimiento que escritores que se influenciaron en ella -verbigracia: Rulfo- sí tienen?
La primera novela de la escritora chilena, “La última niebla”, fue publicada en 1934. Se trata de una pieza vanguardista y novedosa para la época: de prosa lírica y cuidadosa; de párrafos cortos y certeros; con imágenes que saben potenciar su fragilidad; una novela que hace uso de una perspectiva intimista, sutil, sensible, que cuenta el drama de una mujer que intenta aliviar su sombrío matrimonio con las sombras de un amante creado por la necesidad de la huida.
“La noche y la neblina pueden aletear en vano contra los vidrios de la ventana, no conseguirán infiltrar en este cuarto un solo átomo de muerte”.
Un libro que delata virtuosismo en cada uno de sus componentes. Desde el estilo, por su capacidad para penetrar las fisuras del lenguaje y hacerlo lucir igual de sensible que su protagonista. Porque uno siente ese susurro con el que narra la historia, uno siente esa urgencia por escapar de sí y del entorno, uno siente en el desespero de ella el auxilio que proporciona el recuerdo, la metáfora, la creación como umbral de vuelo.
“Mi amante es para mí más que un amor, es mi razón de ser, mi ayer, mi hoy, mi mañana”.
Su otra cualidad es que gracias a su lectura podemos entender las dificultades que circundan la difusión del arte creado por mujeres. Si hay alguna razón por la cual Bombal -al igual que Norah Lange, Sara Gallardo, Marvel Moreno, entre otras- han tardado para figurar en el canon de literatura latinoamericana es por causales ajenas a sus facultades estéticas.
“-¿Para qué nos casamos?
-Por casarnos.
Daniel deja escapar una pequeña risa.
-¿Sabes que has tenido una gran suerte al casarte conmigo?
-Sí. Lo sé -replico, cayéndome de sueño-.
-¿Te hubiera gustado ser una solterona arrugada, que teje para los pobres de la hacienda?
Me encojo de hombros.”
He ahí una certera representación de lo que implica(ba) ser mujer.
Mientras la literatura chilena –y por extensión la latinoamericana- se dedicaba a emular corrientes estéticas, una escritora como Bombal hacía de la intimidad un relato de ensoñación, que permite identificar el aparato sociocultural de la época.
Bombal, no sobra decirlo, se educó en Francia. Escuchó recitar a Valéry, alcanzó a sentir el auge del surrealismo, se codeaba con Neruda, con Borges, con Lange y Girondo (estos dos ayudaron a la publicación del libro). Pero a pesar de recibir comentarios favorables -Borges escribió una elogiosa reseña de su segunda novela en la Revista Sur-, la escritora no gozó del prestigio que otras plumas que antecedieron el Boom sí tuvieron.
Piénsese en Arlt, en Onetti, y en Rulfo. De hecho, el mexicano habla en los términos más superiores de la chilena, cuya prosa adjetiva como colosal: “me regaló un ejemplar de La última niebla, que leí de un tirón, me pareció una novela maravillosa”. Lo cual queda más claro cuando se repasa “La amortajada”, obra con varias voces narrativas, con una muerta que habla, con pasajes oníricos, con párrafos igual de potentes y lacónicos que los de “Pedro Páramo”.
García Márquez, un lector fascinado del mexicano, dice que llegó a María Luisa buscando las referencias narrativas del escritor de “El llano en llamas”: “Ella es la adelantada de lo que se ha dado en llamar “realismo mágico”. Es fácil concluir que las mujeres de La amortaja y La última niebla, las obras capitales de Bombal, son mujeres únicas ”.
Ante comentarios tan honrosos -como discutibles-, quedan las preguntas: ¿por qué su obra no fue celebrada por la crítica? ¿Por qué ha tardado tanto en ser reconocida? ¿Por qué no es de esas figuras descollantes, como otros autores que iluminaron el camino del Boom?
II
En las pocas páginas de “La última niebla” la narradora aniquila el ideal amoroso que rodeaba las parejas de su época. Su primo Daniel sigue obsesionado con su exmujer; ella, obligada a casarse con él, no tiene de otra que soportar el peso de la más trágica monotonía.
“-¿Qué te pasa? -le pregunto-.
-Te miro -me contesta-. Te miro y pienso que te conozco demasiado…
Lo sacude un escalofrío. Se allega a la chimenea y mientras se empeña en avivar la llama azulosa que ahúma unos leños empapados, prosigue con mucha calma:
-Hasta los ocho años, nos bañaron a un tiempo en la misma bañera. Luego, verano tras verano, ocultos de bruces tas la maleza, Felipe y yo hemos acechado y visto zambullirse en el río, a todas las muchachas de la familia. No necesito ni siquiera desnudarte. De ti, conozco hasta la cicatriz de tu operación apendicitis.
Mi cansancio es tan grande que en lugar de contestar, prefiero dejarme caer en un sillón. A mi vez, miro este cuerpo de hombre que se mueve delante de mí. Este cuerpo grande y un poco torpe yo también lo conozco de memoria, yo también lo he visto crecer y desarrollarse”,
dice la narradora en el inicio de la historia.
Es ella quien debe adaptarse a él. Incluso asemejarse a su exmujer, fallecida a los tres meses de casarse:
“Mi marido me ha obligado después a recoger mis extravagantes cabellos; porque en todo debo esforzarme en imitar a su primera mujer, a su primera mujer que, según él, era una mujer perfecta”.
En detalles menores como este se da cuenta del infortunio del personaje. Lo cual es una astucia que refuerza la creación del amante. En este tipo de descripción, la narrativa despierta la duda a través de la afirmación: una vida atareada por su marido, por su entorno, por sí misma. Una existencia ávida por una pasión, como lo aclaran estas palabras -que anteceden el amorío-:
“(…) Y pasado mañana será lo mismo, y dentro de un año, y dentro de diez; y será lo mismo hasta que la vejez me arrebate todo derecho a amar y a desear, y hasta que mi cuerpo se marchite y mi cara se aje y tenga vergüenza de mostrarme sin artificios a la luz del sol”.
Ese aire de insatisfacción y desespero que gravitan suscita la duda: ¿es el amante un invento de una mujer resignada o es de verdad una maravillosa fuga?
Su potencia discursiva es tan convincente, que al final no es tan importante saberlo. (Ese punto ciego, en todo caso, es otra muestra de sus virtudes). Es más significativo esa delicadeza para narrar el anhelo:
“Lo abrazo fuertemente y con todos mis sentidos escucho. Escucho nacer, volar y recaer su soplo; escucho el estallido que el corazón repite incansable en el centro del pecho y hace repercutir en las entrañas y extenderse en ondas por todo el cuerpo, transformando cada célula en un eco sonoro. Lo estrecho, lo estrecho siempre con más afán; siento correr la sangre dentro de sus venas y siento trepidar la fuerza que se agazapa iniciativa dentro de sus músculos (…) Su cuerpo me cubre como una grande ola hirviente, me acaricia, me quema, me penetra, me envuelve, me arrastra desfallecida. A mi garganta sube algo así como un sollozo, y no sé por qué empiezo a quejarme, y no sé por qué me es dulce quejarme, y no sé por qué es dulce a mi cuerpo el cansancio infligido por la preciosa carga que pesa entre mis muslos”.
La obsesión de la mujer con esa aventura se hace intensa por fuerza evocativa, por ese soplo de melancolía impregnada en su prosa: “Y si llegara a olvidar, ¿cómo haré, entonces, para vivir?”.
El quid es que la existencia o no del sujeto queda suspendida en el aire: en esa segunda fugacidad de presencia tampoco es posible determinarlo, ella, que dice verlo, está junto al hijo de jardinero, su único testigo, que a los pocos días muere.
Todo esto demuestra las facultades de una escritora que, en lugar de arrojar explicaciones, opta por un prisma sugestivo.
III
“La última niebla” es una novela que sobrevive y sobrevivirá por privilegio de forma. Por la prevalencia de un lenguaje capaz de convertir un drama personal en uno social, a saber: una soledad y un encierro que de distintas maneras -pero compartiendo la misma esencia- hemos experimentado muchos. Escribir, en sí mismo, es un acto de refugio, de amparo, de evasión del presente, de la realidad.
Su suficiencia dialéctica hace que en algunos pasajes el monólogo de la narradora tome la forma de aforismos. De reflexiones provocadas por el instante. Frases proclives a individuos solitarios, fascinados de su soledad y su dolor. Fascinados de odio hacia su situación y hacia sí mismos.
“Mi dolor de estos últimos días, ese dolor lancinante como una quemadura, se ha convertido en una dulce tristeza que me trae a los labios una sonrisa cansada”
Quizá la identificación de que hablo no sea con la protagonista, pero en cambio sí con la triste esperanza que no fenece en ella. En ese ideal del amor como redentor de los obstáculos de la vida.
En seres ensimismados el anhelo del amor deviene salvación, porque este se vuelve una manera de retribuir el cariño incapaz de otorgarse a sí mismo; porque ese estado renueva y reconfigura lo que antes era reiteración, un minuto puede ser una eternidad de sensaciones; porque esa levedad emocional le ofrece otras texturas a lo que antes era gris, una calle cualquiera puede ser un lugar de maravillas; le orienta una parcial salida de lo que parecía un laberinto.
“Pasan los años. Me miro al espejo y me veo, definitivamente marcadas bajo los ojos esas pequeñas arrugas que sólo me afluían, antes, al reír (…) La carne se me apega a los huesos y ya no parezco delgada, sino angulosa. Y qué importa que los años pasen, todos iguales. Yo tuve una hermosa aventura, una vez…Tan solo con un recuerdo se puede soportar una larga vida de tedio. Y hasta repetir, día a día, sin cansancio, los mezquinos gestos cotidianos”.
El paroxismo del deseo se eleva cuando se rodea, se está cerca, o dentro de ese objetivo. Y por eso el desamor, que aquí es incapacidad de ofrecer afecto -la pasión existe, pero no quién la reciba-, tiene un punto de inflexión cuando la narradora se entera que Reina, la mujer de Felipe (pariente de su esposo), fue encontrada en la casa de su amante, donde se pegó un tiro.
“Tras el gesto de Reina, hay un sentimiento intenso, una vida de pasión (…) La desgracia de Reina: una llaga consecuencia de un amor, de un verdadero amor, de ese amor hecho de años, de cartas, de caricias, de rencores, de engaños. Por primera vez me digo que soy desdichada, que he sido siempre, horrible y totalmente desdichada”.
El otro elemento que resalta en la obra es de la soledad compartida. Los cónyuges se rodean, pero no se acompañan. Hay unión, no complemento. No son cómplices. La reciprocidad es a la inversa: él constantemente se aboca al recuerdo de su ex mujer, y ella a su devaneo.
“Hacía años que Daniel no me besaba y por eso no me explico cómo pudo aquello suceder (…) Mi cuerpo y mis besos no pudieron hacerlo temblar, pero lo hicieron, como antes, pensar en otro cuerpo y en otros labios. Como hace años, lo volví a ver tratando furiosamente de acariciar y desear mi carne y encontrando siempre el recuerdo de la muerta entre él y yo (…) Besó mis manos, me besó toda, extrañando tibiezas, perfumes y asperezas familiares. Y lloró locamente, llamándola, gritándome al oído cosas absurdas que iban dirigidas a ella”.
Ese tipo de comportamientos acentúan la soledad de ambos. Él, al parecer, no sabe que ella vive entregada al recuerdo para hacer menos compleja la vida. Y por eso envidia a Reina, porque a diferencia suya ella sí vivió, sí experimentó, sí sintió.
La niebla es un leitmotiv que abre o cierra escenas de insinuación emotiva. Esa niebla es la misma que persigue a una de las narradoras más sutiles de Latinoamérica.