Por Róbinson Grajales*
Jaír Villano (Cali, 1993) es escritor, crítico de literatura, y ensayista. Magíster en Literatura (Universidad Javeriana, Bogotá). Sus textos, artículos y reseñas se han publicado en El Espectador, El País (Cali), El Tiempo, Le Monde Diplomatique; en las Revista de la Universidad de Antioquia, Revista Semana, Revista Perro Negro, el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República, entre muchos otros.
Es autor de los libros Like a Roling Stone. Historias y perfiles de estrellas del rock (antología de textos de varios autores, 2017), y Escribir por escribir. Sobre literatura y cine (Librería Expresión Viva, 2019). Se ha desempeñado como docente de pregrado y posgrado, editor, corrector de estilo, mesero, escritor fantasma, entre otros oficios. Actualmente, culmina su proyecto narrativo llamado La trilogía del Dolor.
Tu libro es una apuesta por el ensayo, ¿cómo definirías el ensayo como género?
Empezaría por decir que es un género cuya definición es inconciliable. Definir el ensayo genera controversia, discusión, conjetura, creación; es decir, ensayos.
El ensayo por el que me inclino es el literario, pero no solamente el sentido narrativo, sino como composición expresiva que medita su sentido estético. Que se concentra no solo en lo que dice, también en cómo lo dice. En literatura, y esto es una perogrullada, la forma establece la diferencia.
Ahora bien, el ensayo es un ejercicio, una práctica, un comienzo y no un final, una apertura y no una conclusión, una digresión y no necesariamente una argumentación; por ende, quienes lo ejecutan establecen sus propias prácticas, sus propias técnicas, es por esto que es común que los ensayistas se atrevan a proponer acepciones. Los ejemplos abundan, pero me quedo con Chesterton, Alfonso Reyes, Adorno -porque siendo él un filósofo de academia interpela a la academia-, y sin duda con Susan Sontag, que era una ensayista muy aguda.
Para mí el tono en el ensayo es muy importante. Hay estilos tan refinados que se disfrazan de procedimientos que no le pertenecen, pero que por estar tan bien elaboradas confunden a sus lectores, pienso en la columna de opinión, hermana menor del ensayo.
¿Cómo tomaste la decisión de acudir al ensayo como forma de expresión?
Por un lado, surge de la necesidad de adoptar una forma expresiva que integre otras formas expresivas, que permita hibridarlas, y ponerlas en lenguaje. Un buen ensayo contiene pensamiento, poesía, narrativa, especulación, crítica, formas en las que me gusta discurrir de manera amalgamada. Eso hace que encuentre en el ensayo un asidero para decir, para pensar, para desafiar, para proponer, para reír; o en suma: para ser.
Por otra parte, surge de la aspiración por conversar con las lecturas y los autores que estoy tratando. Me considero un lector ocioso y sin métodos, y por eso una semana puedo andar leyendo a Nietzsche y a la otra a Nicanor Parra, después estoy leyendo a Éric Sadin y luego paso a Roberto Bolaño. (Esto por no hablar de las lecturas profesionales, es decir, las que hago por trabajo).
Y por último diría que es un amparo personal, pues hace unos años escribía muchos artículos y columnas para prensa. Escribir en Colombia es sufrir: las condiciones para hacer de la literatura una profesión y no una vocación son para unos pocos privilegiados. El ensayo me ha permitido descansar, distanciarme, rumiar las ideas, las palabras y los temas. El ensayo es cualquier cosa, menos inmediatez.
¿Cuáles son los autores de ensayo que tomas como referencia?
Dependiendo de la finalidad, sabes. Algunos los releo para escribir, otros por puro divertimento, otros por pura ociosidad. Me gusta mucho releer. Por ejemplo, me gusta el laconismo de Gabriel Zaid, las imágenes de Octavio Paz, la sapiencia de Borges, el veneno de Alvarado Tenorio, la sonrisa malvada de Cioran. En filosofía también hay varios que releo constantemente, algunas veces no por su pensamiento sino por su regodeo verbal, Heidegger y María Zambrano, por decir algunos. También me gusta mucho el tono sencillo y agudo de Byung-Chul Han, esto a pesar de la sobreproducción o la autoexplotación intelectual en la que ha caído.
Indudablemente, Nietzsche es el espíritu tutelar de este libro, y leyéndolo no se puede dejar de pensar en la subversión de valores que proponía este autor: Amplíanos cuáles son esos valores que propones para la sociedad contemporánea (el dolor, la negatividad, el fracaso, la no productividad, la inactividad, la introspección)
Nietzsche es el interlocutor ideal de esta conversación, pues es quien avizora la enfermedad de la cultura actual: nihilismo. Creo que vivimos en una cultura atestada de informaciones y de ruidos que impiden el encuentro personal que todos necesitamos para pensarnos como individuos, y como humanos.
Para mí fue muy relevador leer el aforismo 225 de Más allá del bien y de mal, pues ahí el filósofo alemán aniquila el imperativo categórico de felicidad como paradigma existencial. Hoy que somos una sociedad que está sometida a índices de productividad, de éxito y apócrifa felicidad, ese aforismo está más vigente que nunca; a la postre, funciona para abrazar y pensar dos condiciones inherentes a la vida: el dolor y el fracaso.
Pero además está la otra faceta de Nietzsche, que hace que sea un autor que yo admire profundamente, y es su idea de aspirar a la obra como estilo de vida. Nietzsche fue un ser enfermo y solitario que puso en riesgo su sí mismo con tal de entregarle al mundo un pensamiento, unas ideas: el yo metafísico que ahora deviene un yo universal.
Cuando leí fragmentos de su voluminosa correspondencia lo entendí mejor, no era contradicción, no era incoherencia, era pasión y fuerza contra aquello que lo debilitaba. Esto por no hablar de otros rasgos de su carácter, como su desfachatez y osadía para atacar a Wagner y Schopenhauer.
La desvalorización de los valores que proponía Nietzsche hoy más que nunca es necesaria. Por eso el fracaso y el dolor aparecen como convicción y como provocación. La maldición de la que habla Zaratustra, la alegría, el amor a la vida, y la danza, el inmoralismo y todo aquello desafía los paradigmas de felicidad de la cultura contemporánea.
Hay también algo de subversión en los autores de los que te ocupas (Onetti, Ribeyro, Proust, Dostoievski), ¿cuáles son los aspectos que consideras propios de un gran escritor?
Aunque difieren en sus procedimientos, estos escritores tienen varios elementos en común tanto estilísticamente como conceptualmente. De alguna forma, todos son pesimistas y autores del desasosiego.
Por otro lado, sus obras están por encima de sus cualidades como humanos. Nos puede incomodar las razones por la que el ruso escribe sus novelas, pero nos iluminamos con sus personajes, con la fatalidad de Raskolnikov e Iván Karamazov; nos puede fastidiar el esnobismo de Proust, sus excesos y regodeos, su innecesario chismorreo, pero en cambio maravillarnos su prosa: las ondulaciones expresivas de Marcel; nos puede fastidiar la quejadera de Julio Ramón, pero en cambio encantar el brillo sombrío de sus anotaciones.
Otro aspecto que me parece interesante de los grandes escritores es que creo que nosotros, sus discípulos, presentimos que queremos saberlo todo de ellos: que podemos aprender incluso de sus errores, de sus desaciertos.
Estos escritores, además, se caracterizan por ser transgresivos: por establecer un aparato expresivo que les es propio, y que los hace distintos.
Por tu trabajo en el Boletín del Banco de la República eres un conocedor de la producción literaria actual, ¿cómo describirías, en general, a grandes rasgos, el panorama de la narrativa colombiana actual?
Hay algunas voces prometedoras y otras a las que conviene leer hacia atrás. En general, a la literatura colombiana le resulta imposible desligarse del tratamiento de la violencia, pero esto porque sin duda somos un país violento. Uno siente que agota tanto de lo mismo, pero esto no quiere decir que no sea importante, y que no se aplauda el trabajo de autores con abordajes serios y comprometidos, como el proyecto narrativo de Daniel Ferreira.
Está ese tema canónico, dijéramos. Están los temas comerciales, como el de los narcos, también con grandes exponentes. Y está todo lo demás. Sería injusto soslayar los otros procedimientos estéticos: escritores que se ocupan de otras exploraciones, bien sea intimistas como Margarita García Robayo, o jocosas, como David Betancourt. O escrituras del yo, como la que hizo Pepe Zuleta con su novela, o cuentos de un habitante del mundo, como Juan Fernando Merino; o esas obsesiones con la muerte de Tomás González.
Me agrada que la literatura colombiana es, a pesar de sí misma, diversa.