*Por Paul Leopold
*Pútrida patria
W.G. Sebald.
Anagrama.
Barcelona, 2005.
228 páginas
*Allí donde habite el olvido, a la manera de Luís Cernuda o de Joaquín Sabina, es dónde voy al encuentro de Sebald una vez más. Después de leer Los emigrados y Austerlitz, llego ahora a su libro de ensayos literarios titulado: Pútrida patria, escritos en la década de 1980. Hablar de Sebald es evocar la desgarradora soledad de los personajes, explorar los recuerdos desdibujados de nuestra memoria, y sobre todo, distinguir en el horizonte de nuestras vidas, la firme convicción de que, como dijera Borges: “una cosa no hay…olvido”. En ese mismo plano afectivo, no es casualidad que la primera parte del libro lleve el subtitulo de “la descripción de la infelicidad” (casi como el poema de Borges 1964: “ya no seré feliz, tal vez no importe, hay tantas otras cosas en el mundo…” y una de ellas es la literatura misma).
En esta primera parte, que reúne cinco ensayos sobre Schnitzler, Kafka, Canetti, Bernhard y Handke, el lector, si se deja arrastrar por la “literatura menor” (la literatura austriaca en este caso), se encontrará con un Sebald lector de otros, y de sí mismo. Como él mismo lo declara: “la actividad central del que aprende no es escribir sino leer”. Doblemente borgesiano: el Sebald escritor destacando al Sebald lector y mostrándole simultáneamente a sus propios precursores. Esclarece y vislumbra nuevas líneas de fuga literarias, en especial, el ensayo sobre El Castillo de Kafka. Allí se lee por ejemplo que:
"La atmósfera peculiar, por no decir siniestra, que evocan estas líneas y que tiene su foco en la fija mirada del conde, trae a la memoria la llegada de Jonathan Harper, el joven viajero, al castillo de Nosferatu, en la conocida película de Murnau. Como a Kafka le gustaba mucho ir al cine, cabe suponer que vio, fuera en Praga o fuera en Berlín, esa extravagante obra de arte que en 1922, es decir en la época de la elaboración de El Castillo, llegó a los cines. El castillo de Nosferatu, alrededor del cual, como del que nos presenta Kafka, giran bandadas de cornejas, figuraría pues en la serie de innumerables modelos de esa alegoría, enigmática entre todas."
¿Kafka, espectador de Murnau? ¿Polansky lector de Kafka? Mucho se ha hablado y escrito sobre las novelas llevadas al cine, pero y ¿la relación inversa? Aquí está un inmejorable ejemplo, que nos llega desde los albores del cine. Algunos han ido explorando estas relaciones. Un ejemplo puede ser el de Edgardo Cozarinsky y su “Borges y el cinematográfico.” Saliéndonos de lo políticamente correcto, la segunda parte del libro que lleva el nombre de “pútrida patria” (mejor debería llamarse “fidelidad e infidelidad al judaísmo”), la más íntima, y a la vez la más desagarrada de Sebald, expone sus sentimientos morales y judíos, en desmedro de la literatura. Esta segunda parte, en especial el ensayo sobre Jean Améry, es menos afortunada que la primera. El manejo de la ironía y la paradoja que distinguen las obras de Sebald y la primera parte de este libro, se ocultan aquí tras el compromiso patrio del ser judío.
Para mi, la excesiva exaltación de un supuesto carácter pacifista del judaísmo, raya en la devoción fanática por la “patria” judía, en páginas como ésta: “entre las características poco entendidas del pueblo judío en la diáspora está, como explicó Hannah Arendt, el hecho de que “los judíos nunca supieron realmente lo que era el poder, ni, cuando lo tuvieron casi en sus manos, mostraron verdadero interés por él”. O en este otro pasaje:
“A diferencia del dogmatismo de la historia sagrada cristiana, que una vez tras otra impidió sistemáticamente las esperanzas de redención que se hacían virulentas, el mesianismo de proveniencia judía, dispuesto a ver en cada forastero y desconocido el anhelado libertador, contiene, junto al potencial teológico, también un potencial político”.
Quizá solo baste con acercarse un poco a Spinoza, para matizar, al menos un poco, estas ideas, o tal vez leer a Edward Said o mirar cualquier periódico que hable del sufrimiento actual y prolongado del pueblo palestino, para comprobar que Sebald se encierra en sus pueblos fantasmas. Igualmente, en el ensayo sobre Herman Broch, Sebald se concentra en señalar la “traición” de Broch al judaísmo, y parece no perdonarle la acogida que tuvo dentro de lo que Sebald llama “la germanística”. Sebald confiesa su relación problemática con Broch, y se deja arrastrar por su predisposición judía contra Broch hasta el punto de escribir estas lamentables palabras, donde se critica a un escritor por su lejanía con la tradición de la que hace parte, llegando al extremo de alegrarse por la muerte de Broch:
“…en las primeras horas del 30 de mayo de 1951. A las seis de la mañana, Broch tuvo un desgarro de la aorta. Sobrecarga del corazón, estima Koebner. Es muy posible…el exilio, dice un proverbio del Talmud babilónico, expía todos los pecados. Quizá Broch, que estaba considerando la posibilidad de volver al judaísmo, escaló al final la montaña de Nebo, extraordinariamente elevada, para, como Moisés en el Deuteronomio, mirar la Tierra Prometida de Canán, en la que no llegaría a entrar”.
En el prólogo de la segunda parte, Sebald devela sus preferencias (y las nuestras): “En La descripción de la infelicidad quedaban más en primer plano los determinantes psíquicos de la escritura, esta vez se trata más bien de los condicionamientos sociales de una visión literaria del mundo, aunque, naturalmente, no se pueda separar sin más los unos y los otros”.
Desafortunadamente, Sebald los separa, acaso inconscientemente, en esta segunda parte. En conclusión, la primera parte nos desborda, nos lanza a la búsqueda del “ciudadano cero” de Joaquín Sabina. La segunda parte, más para olvidar, nos confina al desierto de las “patrias”, en este caso la judía.