Alberto Rodríguez Tosca y el oficio de la licantropía

Por Juan G. Ramírez




Al originarse el mundo, en el desnivel de árboles y montañas, en las curvas del río, en la intensidad dispar de la luz, en el tamaño de las piedras, quedó cifrada una escritura. Leerla corresponde a unos pocos iniciados. Alberto fue uno. Y ahora, cuando su soledad se encuentra completamente sola, podemos comprender sus palabras: “Se escribe para traducir”. Pero, ¿cuál fue ese pensamiento que desenredó en sus libros y cuál es la ruta a seguir para comprenderlos? Es difícil afirmar lo que piensa un hombre hábil en laberintos; acercarnos desde una visión personal es la mejor alternativa. Para Alberto, la Vida es un paréntesis en el Tiempo, y el tiempo un paréntesis en la Eternidad, la eternidad un paréntesis de Dios o el Azar (ese otro dios casuístico y desordenado). De la eternidad y su dios nada podemos saber, salvo que allá se inició la trama y hay que lanzar preguntas contra ellos, como se lanza una pelota al pasado para dejar en claro cuánto se les desconoce. Al tiempo lo podemos discernir en la trayectoria indiferente de los astros, en el giro preciso de la oscuridad o en la distancia entre los abismos: “El tiempo siempre necesita un número y alas para acordarse de que vuela”. “Qué triquiñuelas arma para dejarnos sin caminos, para llenarnos de caminos”. “¿Quién hay que niegue que los futuros no existen todavía?”, pregunta con Agustín de Hipona. Pero es en el primer paréntesis donde se da “la vida, ese extraño festín. Ese engañoso carnaval de almas en pena”, donde la obra de Alberto toma los elementos para desarrollarse. No cree que podamos decidir nuestros rumbos, por eso dice: “No vivimos la vida: sucedemos en ella”, incapaces de la aceptación que ya asumieron los árboles y las piedras. El hombre destila su conciencia creyendo que así adquiere una superioridad sobre el universo, cuando la conciencia es apenas el vehículo del que fuimos provistos para llegar al autoengaño. Al hombre sólo le queda hacer “el fiel inventario de todas sus derrotas”.

Y Alberto así lo hizo. Se pasó la vida enumerando la pérdida del padre, de la madre, del amigo, del día (sólo existe uno repitiéndose tenazmente, y le ponemos nombre o fecha para tener la ubicación de nuestros dolores). Nos mostró la derrota como el hábitat natural, la meta última que todo hombre alcanzará. Por eso debe ser celebrada como un proyecto de la especie. En su obra no está el hombre derrotado que se avergüenza, está el que persiste en ir de fracaso en fracaso. No se cansa aunque no pueda llegar al otro lado del Estadio, o no pueda llevar la piedra hasta la cumbre y hacerla rodar por el otro costado. Su placer está en saber que cada repetición es completamente nueva. Es un hombre que desafía el universo porque se sabe vencido. Si el universo se arma para aplastarle, como afirma Pascal, ¿qué habrá ganado? Es la Naturaleza, Dios, el Vencedor, quien tiene que avergonzarse. 

El Hombre de Alberto, como anuncia La Biblia, se hace fuerte a causa de su sometimiento. Nadie puede derrotar a quien se derrotó a sí mismo. Ama la vida porque esta no ofrece ningún propósito. Vivir es el propósito. Y entre menos significado tenga, mejor, una vida con orientación pierde la esencia. La derrota es una fuerza impuesta por el destino de la que nadie se puede librar. Algunos construyen puentes y rascacielos, escriben obras, engendran hijos, y es justo, todos eligen la esperanza, esa manera trágica de ver la vida. Pero la derrota está para señalarnos el camino. Sólo una persona con “resignación infinita” puede aceptarla como un lugar ideal para vivir. No se debe sentir miedo al engaño, a levantar su mundo falso con orgullo. Todos los mundos lo son. (Hablar de la derrota crea una paradoja como la de Epiménides, admirada por Alberto, de ahí el carácter circular de alguno de sus poemas).

No se discute con la Naturaleza. Se obedece con obcecada indiferencia. No es mi culpa que el cielo sea azul o que los ríos se arrastren. Fui vencido desde antes. Mi único aporte consiste en firmar la capitulación. Por eso no vengo ni voy: sólo espero llegar a tiempo al lugar que me fue asignado. Ignoro las leyes, si las hay, que rigen el sol y la penumbra. Y si las conociera, ¿qué conocería? Los extranjeros siempre ignoran las leyes del lugar en donde están. Y eso es lo que recuerda constantemente la poesía de Alberto. Entra, en general, por una pared sin puerta y se sienta en mitad de la sala. Y le aconseja al perdedor que no tema. Cayó al mar, es cierto, y no hay nada de qué aferrarse. Pero ya está derrotado, y la muerte es la mayor expresión, ¿qué cosa peor puede pasar? El derrotado comprende y acude feliz a “la tradicional fiesta de los náufragos”.


Unamuno dijo que la filosofía tiende más hacia la poesía que hacia la ciencia. Pues la poesía, con su música y sus símbolos, es la única capaz de “traducir” verdaderamente al hombre. Alberto compartía esa idea, por eso no se dedicó a enlazar imágenes. No. Lo que hacía era desenredar paréntesis: las vidas que se entrecruzan aquí y allá creando nuevos conjuntos. Intenta catalogarlos, como el botánico a las especies, por el tamaño de sus fracasos. Su obra sobrepasa un hecho meramente estético. Hasta una realidad mítica: es el mito donde se sostiene un pensamiento filosófico. En la oscuridad está el germen de la razón. Y Alberto escogió al licántropo como símbolo de esa angustia. Crea una dualidad entre lo racional, “la sombra en la pared, pasando, para después fundirse en la otra sombra en la pared, pasando”, que es lo poético. Pero en ese paso de la conciencia a la pesadilla, de hombre a monstruo, se pierde la noción del tiempo. “Recurro a los carteles para asegurarme que aún transito por las calles de siglo XXI”. Siglo en que, por cierto, es difícil desempeñar el oficio de poeta de la noche, de ese yo desgarrado que huye por la claridad de las premisas hacia los pasadizos de la imaginación. Alberto formulaba una premisa y sobre ella extendía su canto: “Un paseo por las alcantarillas nos devolvería la fe en el mito de la alegría y el amor”, “Un cuerpo que se resiste a seguir siendo un hábito, un número, un movimiento más o menos previsto y circular, es un cuerpo que sufre”, “No quiero leer un libro más. Tampoco un libro menos. Los que he leído bastan”, así comienzan muchos de sus poemas. Pero volvamos al licántropo. En Todas las jaurías del rey asoma por primera vez ese ser de colmillo incipiente, tímido como la luz, y planta su huella desconocida sobre la página en blanco. Luego se oculta, y reaparece en Las derrotas, mostrando su metamorfosis en todo su esplendor. “Tuve conciencia de mis disfraces”, dice. Pues “ni es lobo, ni es hombre”, sólo una especie extranjera para la que no fue creado el mundo, como no hay un mundo para el derrotado. El licántropo, como el poeta, es hijo del castigo (Apolodoro, Biblioteca III, 8). Y él lo acepta. No aspira jamás a enseñorearse. Sabe con justa razón que todo le es ajeno, salvo el pálido reflejo de la luna. Y como si aún no hubiera quedado clara la importancia de este mito en su obra, Alberto lo retoma en Cédula de extranjería. “El delicado ejercicio de la licantropía no comulga con espurios lunáticos que a propósito confunden los sabores del arte de volar”. Ya había dicho: “Apiadémonos de esa bestia inconclusa que no sabe dónde poner su cuerpo cuando llegan las noches, se abren las ventanas y la ciudad se llena de temibles aullidos”. Y concluye: “El sueño de las bestias siempre tiene sabor a pesadilla”. Y al licántropo, como a un Jano Bifronte (otro de sus símbolos) sólo le queda persistir en su ser. O más bien: en su no-ser. Ya que es el más impertinente de los seres.

La estructura de las obras de Alberto es barroca, es todo un andamiaje de pasillos, escaleras, terrazas, túneles y puntos muertos. Los libros están organizados en capítulos, subcapítulos y estos a su vez se enumeran, creando un laberinto del que se sale únicamente con el hilo de Ariadna. 

No así su contenido: escribe con un lenguaje sencillo, el mismo que se lanzan las comadres de un balcón a otro, como solía decir Eliseo Diego. Sus obras poéticas llevan mucha intertextualidad, con rasgos del Simbolismo de Eliot. Dialogan entre ellas, pero también son un dialogo con los poetas del mundo. En su estilo está la repetición de ciertos versos, de juegos, que le dan un sello fácil de identificar. Y como la palabra no es para escuchar sino para decir, y no dicen, es el material adecuado para seguir diciendo. La poesía de Alberto es el ojo del vidente que examina y rectifica, es la cartografía de una realidad destrozada por el tiempo, es la seguridad del hombre que sabe que no sabe, y que debe buscar en el entramado del universo su verdadera definición.


Adenda (recuerdos personales)


“Alberto era orgulloso hasta la humildad”. Un ser que se sometía avergonzando al vencedor, como ya se dijo. No sabía decir no. Decía sí e iba posponiendo los asuntos hasta que el cansancio y el tiempo los modificara. Si no le quedaba alternativa, las hacía con dedicación. Tímido y sensible ante la realidad. Un observador preciso. “Tienes que querer quemarte en tu propia llama: ¡cómo te renovarías si antes no te hubieses convertido en ceniza!”, dijo Nietzsche. Y esas palabras las puso en práctica Alberto. Después de compartir durante la noche en algún bar, lo acompañábamos (con los compañeros de la Escuela de Escritores Anábasis) hasta la puerta de su departamento, y allí nos quedábamos largo rato arreglando citas para los días siguientes, contando una anécdota de más, analizando un libro o un poema. No hubo noche que no trabajáramos un texto. La palabra era el centro. Nunca habló de influencias, sino de “familia de entusiasmos” como Cintio Vitier. Nos recordaba las máximas de la poesía: “Hay que conocer las normas para poder romperlas”, “hay que poner la palabra justa en el justo lugar”, “no a los lugares comunes”, “nada de cacofonías”, “cursilerías”, “sonsonetes”, “hay que buscar la complejidad del verso”, etcétera. Odiaba las palabras como “habita” o “inunda”. “Palabras así sólo pueden mostrar la carencia del poeta”. O los clichés propios como “la flor de las disculpas”, “el pan de otra lengua”. Se valía del siguiente ejemplo para demostrar la diferencia entre el lenguaje común y el poético. “Dijo Martí: los niños son la esperanza del mundo. Y Juan Gelman: la asamblea del mundo será un niño reunido. Lo primero es cierto, pero no pasa de ser una “bobada”. Lo segundo dice lo mismo, pero tiene complejidad y lenguaje. En poesía no importa tanto el qué, sino el cómo”. Y sobre esto sostuvimos largas discusiones. Hablaba continuamente de su familia y de su Isla (su isla en peso doblada en el bolsillo), y de su incapacidad para regresar por su “condición de derrotado”. Hablábamos de cine, otra de sus grandes pasiones, contábamos malos chistes y hacíamos juegos como el “Escriba y lea” que se juega en Cuba. De sus autores puedo citar a Jerzy Andrzejewski, Marcel Schwob, Allen Ginsberg, César Vallejo, Jorge Luis Borges, Gonzalo Rojas, Ángel Escobar, Fayad Jamís, Eliseo Diego, Virgilio Piñera, Bohumil Hrabal, y su infaltable José Lezama Lima. Entre otros. Nunca perdió su carácter de gran lector.

Ese fue Alberto, el licántropo con quien salimos a sobornar las calles y a desafiar el frío bogotano. Al despedirnos susurraba palabras al oído, como el padre que perdona las necedades de un hijo. Nos enseñó que septiembre es el mes más cruel, arrancando lilas de la tierra muerta. Fue el mejor regalo que nos pudo dar Dios, que nos pudo dar Cuba. Viaja en paz, amigo, y disfruta tu ruidosa eternidad.










PdL