Por Carlos Andrés Almeyda Gómez*
Cristina se baja del columpio**
Óscar Hernández Monsalve
Medellín, 2009.
Ed. Lealon
271 páginas.
En el prólogo que el poeta Juan
Manuel Roca hace a Cristina se baja del
columpio, novela del escritor y periodista medellinense Oscar Hernández
Monsalve (1925- ), salta a la vista la que sin duda resulta la característica
fundamental de una obra compuesta en su mayoría por libros de poesía[1],
esto es, su sencillez: una obra “escueta, sin oropel, [que busca] limpias
palabras con el mayor acento de humildad”, según reza una de las notas de
contratapa escrita nada menos que por don Otto Morales Benítez[2].
La vida de Hernández explica dicha apuesta. Dedicado por muchos años a ejercer
el periodismo en medios radiales como La Voz del Triunfo o Radio Sutatenza; trabajar
para los diarios El Espectador, El Obrero, El Colombiano y la revista Estampa;
pertenecer al círculo literario de la llamada “Bella Villa” antioqueña, junto a
León de Greiff, Fernando González, Manuel Mejía Vallejo y
Alberto Aguirre; Hernández llegó a ser también
libretista en RCN, componer y actuar, además de acercarse cual hijo de vecino a
oficios tan dispares como la construcción, el boxeo, el fútbol, la labor
editorial, la docencia universitaria, los seguros de vida o la vida nocturna y
las cantinas –Hernández tuvo a su cargo un par de ellas–, lugares que alimentan
en algo la creciente sordidez que atropella a los personajes de esta novela, el
neón de los avisos nocturnos, la calle y sus viandantes, la epidermis siempre
latente de una ciudad colmada de historias por contar.
Afirma Roca: “Se trata de
una narración basada en el recuerdo que entrelaza una vida patibularia,
barriobajera, que no extorsiona al pasado desde el mero ángulo maniqueo de la
miseria humana (…). No hay verbosidad, alardes de honduras psicológicas sino
pura y monda observación del mundo…”. Cristina
se baja del columpio es, pues, la visita inocente y a la vez descarnada al
imaginario precoz de una niña llevada al borde de la realidad, “la historia de
Cristina –continúa Roca en su prólogo– está enlazada a su infancia y aún en
futuro y precoz oficio prostibulario no deja, por malformación, por ignorancia
o por otras instancias propias de una sociedad inmadura, de tener un alto
sentido de inocencia. A veces de una brutal, de una perversa inocencia. Son
seres, los habitantes de esta novela, de una poderosa carnadura humana,
contradictorios y atrayentes. (…) Cristina encara los días como si en el vaivén
del columpio de su parque subiera para ver un mundo ancho y más que ajeno, y en
su descenso tuviera que darse de bruces con una realidad vejada que la niñez
por momentos ennoblece”.
En un principio, el aire que ronda esta novela nos pone en una seria
disyuntiva. Al estar elaborada en un vaivén entre el relato en segunda persona que
parece querer interrogarnos constantemente desde una forma de subjetivación del
discurso excesivamente poética, hasta llegada una primera persona configurada sin alambicamientos del lenguaje pero condicionada todo el tiempo
por una conciencia que aunque neutra resulta siempre tendenciosa, enfrentamos
la lectura de una manera nada fácil, es decir, entramos de lleno en una
conversación plagada de situaciones que proponen un diálogo muy sui generis por
el cual seguimos el curso de los hechos como en la vida diaria: en varios
planos y de manera bidimensional, lo cual, desde todo punto de vista, nunca
deja una mirada rigurosa o unívoca sobre lo que sucede. De allí que no valga
tanto la pena, en cuanto a sintetizar lo narrado, referir de manera lineal una
serie de acontecimientos, la vida nunca se porta de tal manera. Más bien, se
asiste de manera íntima a la que resulta una historia cercada por la inmediatez
y de cierta forma parecida a revisar el curso de la vida en una barriada o en
una familia de vecinos a quienes hemos dejado de ver por mucho tiempo y de
quienes se nos cuenta luego, y a varias voces, desde la febril reelaboración de
los recuerdos trastocados.
Desde allí, discutiría en lo personal una de las
aseveraciones hechas en la contratapa del libro, esta observación de Uriel
Ospina Londoño: “De su fundamental formación periodística, Hernández ha
guardado el gusto por la narración objetiva, clara, que encierra la realidad de
las cosas sin perderse en la tentación del paisaje ni de la palabrería escrita
para que en ella aprendan ‘buena literatura’ los estudiantes”. No sé si se trate, en este caso, de una alusión a su otra novela, Al final de la calle, y con la que en
1965 obtuviera un Premio de novela
ESSO, compartido con Manuel Mejía Vallejo y Alfonso Bonilla. En todo caso y
entendiendo que Cristina se baja del columpio escapa a estas
aseveraciones, es necesario subrayar el carácter introspectivo que enmarca la forma
de narración del libro compuesto éste de una prosa eminentemente subjetiva, sus
personajes se dibujan y desdibujan arbitrariamente, Pepe, Antonio, Elisa,
Elías, Damiana, Julia, Don Justo, el periodista, Cristina... Hay diálogos que
saltan de la exteriorización a la entelequia y el pensamiento, se habla para
afuera y para adentro, hay momentos donde el regionalismo o la jerga resuellan,
hay animales con nombre que participan del decurso de la novela –un mico,
Caifás, que acompaña a los personajes siempre dedicado al onanismo involuntario–,
hay un constante ir y venir sobre lo que Hernández supone imaginarios de
infancia. En este sentido, el autor tiene a bien representar la escena de un
juicio contra Cristina a través de un filtro que en este caso se convierte en
una especie de fresco surrealista, al parecer para oxigenarlo o enfrentarlo una
vez más a la infancia que permanece lívida en las primeras páginas del libro. Juzgada
ante un estrado por un grupo de sabios que toman la forma de animales mientras
cada quien expone su perorata sobre moral y agricultura, buenas costumbres y
gastronomía: maíz, limosnas, empanadas a la puerta de la iglesia, Cristina y
otros personajes del libro acuden a la indagatoria para declarar. Aquí el
testimonio de Julia, “dama de canarios, de fotos amarillas, de casas bien
dispuestas, de sobrinas descocadas”, antítesis de Cristina para quien la moral
y las buenas costumbres no parecen, sin embargo, significar otra cosa que
soledad y aburrimiento:
“No sé, me vuelvo un ovillo hablando; lo único que les digo es que Cristina es una mujer buena. Yo digo que es un caso de pureza. Y de tontería, señores sabios. ¿Saben dónde puede andar ahora? Riendo bajo una ducha tibia para luego ir a pasear por el parque de brazo con su amigo y diciendo mientras camina: ¡Yo pa’ qué calzones! ¡Con este poquito de aire tibio tengo y me sobra en la vida!”
La ironía y la tristeza contenida que encarna
ese concepto deliberadamente gris de la sociedad y la ley siguen abriendo un
surco perverso entre lo que representa el bien y el mal; la infancia y la
adolescencia; el decoro parroquial y las ‘bajezas’ del cuerpo. En todo caso, y lejos
de algún examen extra-literario que
quiera intelectualizar el discurso, el recurso de la ficción que rebasa lo
verosímil le sirve a Hernández para caricaturizar aún más aquel ridículo poder
que regenta las leyes y por el cual se ha querido, como en este caso, condenar
a alguien por “incubar” en su alma más de un amor:
“Una vaca, un lobo, una serpiente, un gato-paloma, un chacal. Seis animales de una vez porque todos soltaron un profundo ahhhh, aquel largo ah… que se quedó vibrando detrás de las palabras de la tía Julia. Luego los funcionarios de chaquetas lustrosas, camisas inmaculadas, gafas de primera calidad, zapatos brillantes, manos pulidas. El doctor Gavilán tosía levemente mientras tocaba su bragueta indagando si no habría olvidado algo en la habitación de Elisa. El profesor Chacal con su risa dispuesta para ofrecer a los presentes, se veía serio en ese momento. El sabio serpiente recordaba sus familiares de muy alegre conducta y la historia de una sobrina que envejecía esperando el original de otra foto amarillenta. Por su parte, el profesor vaca no andaba en sus cabales al enterarse de que el caso Cristina, de acuerdo con lo dicho en esa reunión, tenía todos los síntomas de escándalo internacional. Gato-paloma tocaba su portafolios de cuero”.
En más de un sentido, la lectura de Cristina se
baja del columpio propone en efecto algo más que una radiografía del pecado.
Las disimiles vidas que se dan cita a lo largo del libro requieren cada una de
atención particular y quizá sea por ello que, a pesar de resaltar por su
sencillez, la estructura de la novela nos lleve a perder la pista a cada momento.
Sus personajes hablan al unísono, a ratos el experimento que figura cada breve
capítulo termina por cambiarnos las reglas del juego y nos enfrentamos al
narrador omnisciente, que por momentos se encuentra con un narrador en segunda
persona que parece exhortar a Cristina, a la vez que se nos propone un nuevo
juego teatral, caso del capítulo referente al matrimonio de la abuela Damiana
en el cual leemos la mente de los presentes y contemplamos con detalle el
temblor de alguna mano al llevarse la copa a los labios o sabemos, por
intervención maléfica, sobre las puñaladas que el marido dio a la dama de la
mesa tres por cuenta de sus infidelidades con el sastre. El ejercicio, huelga
decir, es meritorio. Sería necesaria en todo caso una relectura, lenta y
concentrada relectura que nos revele aquellos pliegues que no obstante
permanecieron ajenos a nuestra primeriza revisión y que constituyen una de las
bondades de la novela. Aparte de ello, es necesario independizar personajes que
por un momento dejamos de ver en su verdadera dimensión, entendiendo en todo
caso que Cristina no es más que un señuelo para poder acercarse a las otras
historias que el libro desentraña.
Más allá de aquel “montoncito de carne
lanzado al mundo” –Cristina en el columpio– y su vida entre una “montonera de
putas y cabrones”, subyacen plenos de
significado personajes como el llamado periodista, estoico en el juicio y
reacio a arrodillarse a las formas de la etiqueta y la diplomacia; la abuela Damiana, siempre escondida tras el
recato pero devastada por amores perdidos y la sombra de un esposo avasallador,
ella, “el origen de esta confusa y caótica situación nacional”, abrigada por la
virilidad atroz y rudimentaria de su ‘dueño’, don Justo; acaso Antonio, la tía
Julia, el mono Caifás; personajes que, entre tanto, siguen escribiendo la misma
historia, la interminable historia de Cristina y Elisa, “dos minúsculos peces
que nadie iba a echar de menos. Dorado y plata oscura”, flotando mansamente en
las aguas del Leteo.
CARLOS ANDRÉS ALMEYDA GÓMEZ
* Bogotá, 1979. Editor, narrador y comentarista de libros. Ha realizado crítica y comentarios bibliográficos para medios como el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República, la revista Lecturas del diario El Tiempo, la revista Número; el desaparecido periódico Tinta fresca de la Cámara Colombiana del Libro; la Gaceta del Fondo de Cultura Económica; y la revista Arcadia, entre otros, así como en los portales omni-bus.com (España); revista.agulha.nom.br (Brasil);
y laotrarevista.com (México). Director en la actualidad del taller de poesía con la Casa de Poesía Silva en la Cárcel Distrital de Bogotá. Fundador de la Revista Artificios y fundador del Periódico de Libros Lecturas Críticas del cual fue director entre los años de 2004 y abril de 2015. Mención de honor en el concurso para nuevos escritores de la Revista Número, grupo TM y la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, así como en el quinto y el séptimo concurso literario El Brasil de los Sueños, organizado por el Instituto de Cultura Brasil-Colombia y la Embajada de Brasil. Fue docente capacitador de la Vitrina pedagógica con Bibliored y la Secretaría de Educación. Coordinador en 2008 de Página de Libros, sección bibliográfica que aparecía todos los viernes en el diario El Espectador, dario en el que actualmente escribe en el blog Dirección única. Su libro de cuentos Puro teatro será publicado en agosto de 2015 bajo el sello Domingo Atrasado, así como su libro de ensayo sobre el aforismo Un breve aliento que se disipa que publicará la editorial de la Universidad Autonoma de Nuevo León, México. Actualmente se desempeña como redactor Free lance, corrector y diseñador. Su nuevo proyecto editorial, la revista de fotografía y literaturas urbanas, Ulysses, ciudades revisitadas está próximo a ver la luz.
** Reseña publicada originalmente en el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República.
[1]
Se cuentan entre sus libros, los títulos Poemas del hombre (1950), Mientras los leños arden (cuentos, 1955), Las
contadas palabras (poemas, 1958), Antología de la poesía antioqueña
(1961), El día domingo (crónicas y ensayos, 1962), Habitantes del
aire (poemas, 1964), Al final de la calle (novela, 1965, premio
ESSO), Versos para una viajera (1966), Poemas de la casa (1966), Del
amor y otros desastres (poemas, 1978), Las contadas palabras y otros
poemas (1987, 2007), Después del viento (poemas, 2001), Papel
sobrante (notas periodísticas), y Hoy besarás y habrá buen tiempo
(poemas, 2009).
[2]
Sobre el particular, baste decir que la edición de esta novela adolece por lo
mucho de una correcta impresión dado que el papel de carátula y el diseño
resultan considerablemente pobres. Además, aparte de las notas ‘publicitarias’
de su contratapa –que incluyen elogios de Fernando González, Eduardo Zalamea
Borda, Javier Arango Ferrer y Uriel Ospina Londoño–, a lo largo del libro no se
ve ninguna nota bio-bibliográfica que nos hable de Óscar Hernández, de quien
apenas se da cuenta en los citados textos posteriores y en el prólogo de Juan
Manuel Roca.