Por el placer de fumar

Rodolfo Fogwill murió el 21 de agosto de 2010. De esto ya hace catorce años, el día en el que aquel enfisema pulmonar contra el que se resistió por largo tiempo, lo precipitara hacia el abismo de todos los abismos. O tal vez no hubo otra resistencia que deshacer metáforas para trazar una ruta hacía el afuera por el placer de fumar, como reza el slogan que él mismo inventó para los cigarrillos Jockey Club.

Por Andrés Gómez Morales

Cartas de marineros en la Pampa
Rodolfo Fogwill
Mondadiri
Barcelona, 2010
176 páginas


Fogwill nació en 1941 en el fuego cruzado de las guerras, cuando Argentina era la despensa del mundo y Borges publicaba El jardín de los senderos que se bifurcan y  la literatura llegaba a un grado de angustiosa finura. Fogwill vivió 69 años. Vio plenamente, a pesar de haber estado cautivo en el laberinto trazado por la pluma, de quien descubrió las posibilidades literarias de la metafísica; el tiempo que los cultores de la ciencia ficción, llamaron la era de las opciones infinitas y que los filósofos decretaron como el fin de la historia universal.  Antes de ser escritor Fogwill fue publicista. Hay que decir que nunca dejó de serlo. Fogwill es una marca. Puede verse en las caratulas de los libros en que su apellido aparece en la ausencia de su nombre. El nombre desaparece, por cuestiones de diseño gráfico en unos casos, en otros para envolver una etiqueta sus atributos menos brillantes y hacer de ellos una pose de escritor procaz.      

Fogwill escapa de la tradición literaria que lo antecede, creando un personaje que precede su literatura. La nota autobiográfica que introduce su obra reunida por Mondadori bajo el título Cantos de marineros en La Pampa, pone en claro el juego entre la imagen que proyecta el autor y sus propios textos. Fogwill hace parte del texto a la manera de hipertexto. En principio propone una fotografía antigua donde él aparece. Es un niño que chupa su dedo compulsivamente, como si contemplara el cambio brusco del sentido vehicular en Buenos Aíres debido a la integración de la ciudad a la carretera panamericana; como si contemplara golpes de    de estado sucesivos; como si escuchara a los radios de onda corta transmitir las historias de guerra de la BBC e imaginara a los americanos repartir chocolates, chicle, tabaco y medias de Nylon en los lugares donde desembarcaban. Posteriormente aparece aprendiendo la verdad de la vida en una Readers Digest y de repente nota que Borges no hizo otra cosa que manejar la aduana de la literatura argentina, llenándola de hispanofobia. Entonces consigue su primer revolver, un Smith & Wesson. 32. Hace así, que su fama vaya varios pasos adelante de su sombra. Así se dio maña de encarnar en un tipo que se daba permiso para hacer cualquier cosa. Años después frente a su deteriorada salud, se reprocha en las entrevistas  haberse convertido en un mierda que se permite todos los vicios. En los intersticios de la memoria, se ve también piadoso, es un niño que escribe un poema que celebra la entronización de la Virgen de Fatima en la parroquia del sagrado corazón.

En parte Fogwill estaba loco, pero nadie niega su prodigiosa inteligencia. Estudió medicina, letras, filosofía, matemáticas, canto, música, francés, alemán, rudimentos de griego y latín. Aunque luego es acusado de terrorista y estafador según se  comprueba en su prontuario de la policía federal argentina. Tiene la lucidez de crear una editorial Tierra Baldía, donde dio a conocer la obra de Nestor Perlongher y de los hermanos Laborghini: Leónidas y Osvaldo. Reivindica también a Alberto Laíseca y César Aira, porque sus pensamientos iban a contrapelo de la tradición literaria argentina, porque veían la historia como una selección que podía variar dependiendo del punto de vista desde donde se le viera, armaban la historia dependiendo del efecto que el escritor quería causar.  El primer libro que publica Fogwill es de poesía y se llama El efecto de la realidad.  
Después de aquel trasegar por la realidad, que según Borges no pertenece a ningún género literario, gana un concurso organizado por la multinacional Coca-Cola con su libro de relatos Mis muertos punk. Por supuesto, aquí aparece de nuevo el personaje. Se burla del slogan del concurso «Cómo crean en libertad los jóvenes argentinos». Le resulta  hueco y banal porque primero ya no era joven y segundo la idea de libertad iba evidentemente en contra de su formación de hombre comprometido con el mundo empresarial.  Su actitud frente a los editores del concurso fue acorde a ese compromiso: no cumple con las condiciones del concurso, cobra el cheque del premio y además le pone un precio al libro. Lo que más impide es el compromiso institucional, declararía años después a la revista Rolling Stone. En aquel libro, principio de la constante fricción entre Fogwill y el establecimiento, se incluye su cuento más remarcable y que a la vez es un referente de su marca y de su personalidad: La muchacha punk, lleno de saberes no literarios (marcas de carros, licores y cigarrillos) que se entremezclan con la insidiosa voz del autor que va revelando sus procedimientos narrativos y libera al lenguaje de sus metáforas a través de repeticiones:


“En diciembre de 1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir "hice el amor" es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres y aquello que ella y yo hicimos, ese montón de cosas que "hicimos" ella y yo, no eran el amor y ni siquiera –me atrevería hoy a demostrarlo–, eran un amor: eran eso y sólo eso eran. Lo que interesa en esta historia es que la muchacha punk y yo nos "acostamos juntos". Otro decir, porque todo habría sido igual si no hubiésemos renunciado a nuestra posición bípeda, –integrando eso (¿el amor?) al hábitat de los sueños: la horizontal, la oscuridad del cuarto, la oscuridad del interior de nuestros cuerpos; eso. Primera decepción del lector: en este relato soy varón”.



Quizás lo mejor de La muchacha punk es que mantiene al lector en el relato a pesar de los baches que la voz de Fogwill abre en el lenguaje. Pero es precisamente de lo que se trata, de mostrar el afuera donde circulan las palabras. La manera como cuenta  en español una situación que ocurre en inglés es un ejemplo de cómo el espacio literario se sacude ante los accidentes de la misma vida: 

Una vez mi avión tomó suelo en Lisboa y quise yo bajar, pero no permitieron –dijo–: Encuentro que la gente del aeropuerto de Lisboa son unos sucios hijos de perra. ¿Es no, eso Lisboa, Portugal? 

La duda tintinea en la voz aristocráticamente punk de Coreen, la muchacha del relato, haciendo presente una ausencia que es colateral al lenguaje. Aquí la escritura, ante los grandes monumentos de la literatura en la época de las posibilidades infinitas, no ha tratado sino de apoderarse de los motivos de la trama para producir un tono o una modalidad de voz. No hay para Fogwill un abismo entre la estructura y el sonido del lenguaje, los intervalos no son relaciones sino materia prima de la obra. La novela, Los pichiciegos se sitúa en el centro del problema.



La primera novela de Fogwill fue traducida al francés, alemán, croata y chino mandarín.  Es reeditada constantemente, a pesar de que al salir era casi ilegible. La supuesta ilegibilidad tiene que ver con la necesidad de captar el lenguaje en su estado más puro, más que por ser un criptograma sobre la guerra de las Malvinas. Los pichis es ya hoy un referente obligatorio en la historia de la literatura argentina, porque  construye un nuevo sentido histórico y saca del contexto de la tradición literaria al lector atento.

“Si los argentinos los llaman "rusos" y los ingleses –así lo pronunciaban el paracaidista y el de la radio– les dicen "radian", los rusos, que algunos creían que estaban por llegar, se han de llamar de cualquier manera, pero seguramente a ellos mismos no se dirán ni "rusos" ni "rachan". Los británicos, que eran los ingleses, llamaban a los argentinos "archis" y a los malvineros "jelps" y a ellos mismos se llamaban "uiners". Los porteños se llamaban porteños a ellos mismos y a los demás les decían "forros"; por eso les quedó "forro" a ellos, porque andaban siempre diciendo "forro" a un lado y a otro. Un pichi, el tano Brecelli, se tomó el trabajo de anotar todo eso. Bueno: anotar no, porque abajo único que anotaba era Pipo, que llevaba las cuentas.”

A diferencia de sus cuentos y demás novelas, en Los pichiciegos Fogwill delimita a su personaje a la de sumiso amanuense, a una conciencia narradora que permite a la novela convertirse en denuncia contra los acontecimientos históricos, trazando un tiempo y espacio objetivamente reconocibles. En este caso es pasado no es negado sino parodiado por la escritura. Es claro que en medio del ejercicio de imaginación y testimonio que constituye la novela el personaje que Fogwill converge con un fondo común a su escritura. El personaje que  creó es un gesto complejo de quien devela una exterioridad. Exterioridad  que en sus relatos de corte más subjetivista desenfoca la proyección del estilo de vida de cierto sector de la clase media al estilo literario. Como anotaba algún crítico, en Fogwill, el personaje y el escritor se sitúan en la brecha que se abre entre el estilo de vida y el estilo literario. En el conocimiento del fondo que no se puede verbalizar y que incita a explorar la exterioridad del lenguaje donde los sistemas de vigilancia colapsan frente a la semiología, a los lugares, a los objetos, a las marcas, a la juventud y su modernidad.

A Fogwill lo mataron los cigarrillos, sí. Pero tal vez la feroz jauría de deseos de fumar, no era otra cosa que el impulso a darle algo de permanencia a las voces que se pierden efímeras en el aíre y que en el humo negro encuentran alguna resistencia a caer en el olvido. En un célebre elogio al  acto fumar-hablar dice:

“Arriba de los cuerpos lo único que sale es el aire. Aire soplado, viciado, inútil, usado. Aire soplado, viciado, inútil, usado. Aire respirado o aire vibrado en forma de palabras: Todo inútil, usado se habla, y las palabras que uno dicen se ven. Se habla y se van…el tipo fuma y su respiración tediosa y transparente toma color y olor.”

El placer de fumar se presenta como un equivalente al acto de escribir, en tanto que en los dos casos se trata de volver visible lo invisible. El aire y aquello que sucede detrás del lenguaje y el pensamiento. Como sucede en su novela, Vivir afuera. La singularidad de esta obra radica en que está construida de materiales cotidianos de los que difícilmente se podría pensar que pudiera surgir un relato: marcas, objetos, etiquetas, el espacio representado como un sistema sensorial que varía con la percepción de los personajes.

“A un paso de la ruta, Susi fuma. Pita con fuerza el Jockey Suave que encontró en el bolsillo alto de su campera jean, apostando a que el calor de la brasa entibie sus manos, la boca, el pecho, y hasta el mismo aire de la casilla. Y que lo llene de algún sonido, una voz, una música o algo que haga más tolerable la espera. Pero no: así como cruzando el bosque y acercándose al costado de la ruta donde están las casillas, el frío de la noche no desciende, y, al revés, se percibe más, quizás por el contraste con la promesa de aire tibio que viene de las ciudades, también el silencio del bosque, el silencio que envuelve el triángulo de tierras que la gente de Piero llamaba El Barrio, y los del Pichi llaman ahora El Campo, se siente más cuanto más cerca estás del borde de la ruta. Tal vez porque es más alta la barranca y hay menos bosque que repare del viento haciéndolo sonar entre las hojas de los álamos. O por esas ráfagas de ruido y luz que permanentemente trazan los autos y los ómnibus.”







PdL