Por María Cecilia Sánchez
La
hojarasca
Gabriel
García Márquez
Buenos
Aires:
Editorial
Sudamericana, S.A.
1972
En
una entrevista dada a la Televisión Española, GGM dijo que lo primero para él,
en la creación, es una imagen. Esta condición, que es la del poeta, es la que
se imprime desde las primeras páginas de su novela La hojarasca, escrita en
1955. Se cuentan varias historias, sí, pero el recorrido no es puramente
narrativo: el tiempo se fragmenta en los personajes, y los personajes
fragmentan la imagen. Esta nos es dada, al principio, por el epígrafe, extraído
de Antígona, donde se dictamina que el cadáver de Polinice ha de quedar insepulto para alimento
de los buitres. ¿Dónde? En esa tierra que a fuerza de recibir desperdicios de
otros pueblos, ha incorporado a sus gérmenes la hojarasca extraña que llega
tempestuosamente. Ahora es orgánica, y aunque la hojarasca haya pasado, las
vidas de sus habitantes y las de los que vienen, han quedado marcadas.
El
primer tiempo es el inmemorial, el de los antepasados, de cuyos cuerpos ya no
se encontrarían los huesos ni aunque se escarbase la tierra hasta el absurdo;
sin embargo, su memoria pesa como los vestidos y los trastos que los deudos
arrastran consigo en cada movimiento. Así han llegado los primeros habitantes a
Macondo. Después fueron Las Bananeras. Ahora es el sol de mediodía, la siesta, la
noche y la espera hacen de los tiempos de Macondo un pozo efervescente de pugnas
entre el pasado y el deseo, entre la vida y un entierro, entre las deudas y la suspensión
por la ausencia de pago y la ausencia del otro.
Parsimonia.
“Si el tiempo de adentro tuviera el mismo ritmo del de afuera, ahora estaríamos
a pleno sol, con el ataúd en la mitad de la calle.” Pero el tiempo de adentro
siempre es distinto del de afuera. Así, extemporáneo el padre, porque insiste
en llevar a cabo una acción que para el resto del pueblo es causa de reproche,
extemporánea la madre que aparece viva en la imagen de la hija ante el espejo cuando
se casa con “trapos que al menos me servirán de mortaja”, extemporánea la
muerte ante los ojos de un niño que descubre su vida y la vida de los pájaros.
Afuera el tiempo de las exigencias, los chantajes y los misterios perturbadores
de los unos para los otros, sin solución.
Y
la única pregunta hecha a tiempo, cuando había que contestarse, pero que no
obtuvo respuesta, fue dicha por el médico al coronel; indagaba si éste se daba
cuenta para dónde iba esa hojarasca que los invadía, pero el coronel no la
entendió. Ahora que va a enterrar al médico, en contra del deseo de todo el
pueblo, la recuerda. Un pueblo olvida que ha olvidado y luego quiere apedrear a
quien se acomoda en ese olvido.
En
la tensión del calor, los resentimientos y la perplejidad lo único que constata
la vida es que el niño se mueva: “Mientras se mueva algo puede saberse que el
tiempo ha transcurrido. Antes no. Antes de que algo se mueva es el tiempo
eterno, el sudor, la camisa babeando sobre el pellejo y el muerto insobornable
y frío, detrás de su lengua mordida".