Por Hollman Lozano
Chicas cerdas machistas
Ariel Levy
Rey + Naranjo editores
Traductoras: Amalia Andrade, Virginia Mayer, Daniela Serrano,
Catalina Ruiz-Navarro, Dominique Rodríguez Dalvard
No fueron pocas las mujeres que llegaron a abrigar la causa feminista, bajo la promesa del fin a la opresión y la creación de sociedades más igualitarias e inclusivas con las que se llegaría a hacer frente al legado patriarcal de las sociedades modernas. Diversas e incluso opuestas fueron las perspectivas e intereses de la primera a la tercera ola feminista, que pasaron de clamores como: “no le den votos a los negros dénoslos a las mujeres blancas”, ostentados por la primera ola feminista en su lucha por el derecho a votar de las mujeres, pasando por famosas frases como la de Marilyn French de acuerdo a la cual “todos los hombres son violadores y eso es todo lo que ellos son. Ellos nos violan con sus ojos, sus leyes y sus códigos.” Sin embargo, de posiciones radicales se pasó a posturas tanto más mesuradas como consecuentes, caso de la tercera ola en la que, sin abandonar aquello que residía en su base, la lucha para acabar con la opresión de la mujer logró importantes avances en contra de prácticas de discriminación y exclusión que no solo afectaban a la población femenina sino que además atentaban contra algunos grupos sociales y minorías.
Con el eslogan de “lo personal es político,” el feminismo contribuyó a que asuntos que tradicionalmente se habían visto como problemas privados y se habían resuelto al interior del hogar, como la violencia domestica o la inasistencia alimentaria, se volvieran asuntos políticos que requerían la intervención del estado. No menos importante fue la educación y la legislación que convirtió el acoso sexual en una herramienta en favor de la des-objetivación de la mujer como un objeto sexual y contribuyó en no poco a que estas pudiesen llegar a posiciones de poder que antes habían sido reservadas exclusivamente para los hombres. Sin embargo las cosas poco a poco comenzaron a cambiar. Las hijas de las mujeres que habían dedicado su vida a que la mujer fuera más que un objeto sexual, que estuviese en igualdad de oportunidades con los hombres, ahora recorrían las calles vestidas de sudaderas con logotipos explícitamente sexuales, como “juicy” o “do you want a ride” que desvirtuaban la lucha de la generación anterior. Como si las banderas de la lucha por los derechos de la mujer no hubieran hecho su tránsito de la generación precedente a la actual, como si todo hubiese sido en vano. Sin embargo, ese retorno a los valores chauvinistas no fue propiciado por hombres retrógrados que se negaban a la libertad y la libre expresión de su personalidad, ni mucho menos por la necesidad de volver a una sociedad tradicional en la que la mujer estuviese en casa y fuese obligada a dedicarse a las labores del hogar y la crianza. Esta vez fueron mujeres, que en nombre de la independencia y la liberación femenina, decidieron resituar a la mujer como un objeto sexual, es decir, utilizando los logros del feminismo, su lenguaje y sus ideales para asestar un golpe fundamental, no por denostar del feminismo como algo añejo, contradictorio o innecesario, sino por crear las condiciones objetivas de su inexistencia desde el interior del feminismo mismo. Este fenómeno, que ha generado cambios y que ha modificado la percepción de la mujer, particularmente en los últimos anos, es referido por Ariel Levy como “raunch culture”, cultura procaz.
Según Levy, “raunch culture” es la norma según la cual todas las mujeres empoderadas tienen que ser excesivamente sexualizadas de manera pública, y la única señal de sexualidad que parecemos capaces de reconocer es una alusión directa a red light entertainment:
La cultura procaz no se trata sobre abrir nuestras mentes a las posibilidades y misterios de la sexualidad, sino de repetir, de manera infinita y sobre todo comercial, una versión reducida de lo que es atractivo sexualmente (p. 32).
En ese sentido, lo que Levy refiere como mujeres chauvinistas, es simplemente mujeres que han abandonado su femineidad para adoptar valores y perspectivas tradicionalmente asociados como masculinos; dentro de esta perspectiva, stripping es tan valorado para mejorar la situación de la mujer, como mejorar la educación o soportar a las víctimas de violación. En ese sentido, el hecho de que mujeres hayan accedido a instancias de poder económico y político no quiere decir que la situación de la mujer haya mejorado, por el contrario, estas mujeres que han accedido a estas instancias de poder promueven visiones en las que la mujer es un objeto sexual, y el acto de triunfar o avanzar en la vida, bien sea por la fuerza del intelecto o debido a una ventaja estética son igualmente válidos, lo que importa no es la forma en la que se progresa, si durmiendo con la junta directiva o escalando posiciones en una permanente muestra de capacidad y habilidades. No se trata de moralismos, cada quien puede hacer con su cuerpo lo que le venga en gana, pero hacer ello en nombre del feminismo es lo que parece cuestionable cuando menos. No se trata entonces de que las mujeres hayan vuelto a ser abiertamente obligadas a seguir patrones predefinidos por la sociedad, se trata de que ellas deben seguir esos patrones, pero no desde una imposición abierta que en nombre de la religión, o la tradición, hace a las mujeres súbditos objetos de los deseos masculinos, sino desde un proceso subterráneo, que a un nivel inconsciente hace ver como positivo y deseable la objetivación sexual de la mujer. Por tal razón, algunas mujeres terminaron por matricularse en strip dancing y a seguir a las actrices porno como una suerte de modelo ideal, incluso en la manera en la que el sexo debía ser practicado, hasta tal punto que el libro Como hacer el amor como una estrella porno de Jenna Jameson, llegó a ser el más vendido en los Estados Unidos por varias semanas.
No obstante, se trata aquí de algo más que de una aproximación a la sexualidad en transformación, mutante. Poco a poco y quizá sin que nadie lo notase, más y más mujeres pretendían verse como estrellas porno, no ya en la tradicional imagen del cabello desteñido, los senos desproporcionados y los zapatos de plataforma de doce centímetros, sino a través de operaciones quirúrgicas a las cuales las mujeres se siguen sometiendo para que sus vaginas se vean como aquellas de las estrellas porno, sin importar amplia evidencia según la cual esta clase de intervenciones quirúrgicas puede afectar no solo la sensibilidad, sino también la posibilidad de un parto natural. Sin embargo el fenómeno va más allá de la pornizacion de la vida diaria, pues como lo señala Levy, se trata de una aproximación a la sexualidad según la cual esta es una moneda de cambio, un objeto que se da o se intercambia a cambio de aceptación social y pertenencia. O por lo menos así es como es interpretado luego de entrevistas y análisis realizados a niñas de once y doce años que aceptaron tener relaciones con jóvenes de cursos más avanzados, no en la búsqueda de un placer hedonista o la exploración del cuerpo, sino como objeto que se entrega a cambio de ser socialmente aceptadas en los grupos a los que sus compañeros sexuales tienen acceso.
Se puede o no estar de acuerdo con los planteamientos de Ariel Levy, pero lo que no se puede pasar por alto es que la discusión sobre feminismo, sexualidad y objetivación de la mujer debe mantenerse, el feminismo, ya no el radical, viene entonces a ser hondamente analizado y replanteado, acaso para entender mejor el concepto del “raunch culture” descrito en este libro y que ahora se presenta en español en la cuidada edición de Rey Naranjo editores.