Un fantasma sin tradiciones


Por Victor López Rache


Doble fondo VII
Antologías
Jaime Londoño - Rafael Alcides
Biblioteca Libanense de Cultura
Colección Musgonía
Bogotá, 2013.

¿Qué fantasma habita a un autor que logra fundir en la realidad escrita, la tradición moral, metafísica y supersticiosa? No sé cómo; pero Jaime Londoño lo ha logrado en su libro De mentes nómadas. La religión, los personajes tradicionales y literarios, en sus poemas, son amigos que cuentan una historia sin conceptos categóricos ni bellezas rebuscadas.
Otro de sus aciertos provienen de las pequeñas subversiones que van surgiendo en sus versos: “Cuando me lluevo formo poemas”. ¿Acaso la inteligencia académica no sanciona a quien se atreva a conjugar ese misterio llamado llover? Y el poeta lo ha intentado y en primera persona. Y le han llovido poemas capaces de poner a los amantes de la poesía a leerlos, incluso, con un solo ojo.

La luna y otros estorbos cósmicos están al alcance de la mano y no despiertan deseos de asociarlas con viejos lugares comunes; ni siquiera nos recuerdan los consejos de los maestros del ayer: escribir sin pausa, pero sin afanes. El transitar la misma órbita a los astros los ha convertido en juguetes con falencias. El sol no ilumina ni es la sonrisa de Dios; es un enfermo de hepatitis.

Tras estas sutiles desobediencias a las normas vienen las mutaciones: “Desde que me dijeron que las brujas no existen/ vendo Biblias”, excelente involución que, luego, dará paso a la fusión de supersticiones opuestas.

En una primera ojeada un lector podría pensar que el poeta ha acudido a argumentaciones cotidianas para dar testimonio del trascurrir efímero. Se ocupa de aquellas variables consideradas eternas y hasta metafísicas; pero la inversa. El destino le debe a la vida. La manipulación es una forma lógica de vivir en armonía. Las funerarias son piras, no la estación donde el ser esencial emprende el viaje definitivo y misterioso. La fe plena en lo invisible es la derrota total del espíritu humano.

Oscilando entre ecos tradicionales y su voz personal, Jaime Londoño sigue atento a la historia y sus costumbres, leyes y frivolidades. El ahorcado duerme de espaldas al aire y enseña a no comer demasiado. De esta manera, no descuida poetizar al gran malestar que está pasando de los catálogos de la medicina a los códigos de la justicia: las dietas. A Sancho ni siquiera “las dietas del Hidalgo / le dan una respuesta”, y, claro, a mi vecinas tampoco. Los fantasmas se alimentan de aire y, tal vez, a causa de la contaminación cada día están más desnutridos; pues infierno y cielo se cansaron de infundirles fortaleza y la religión escasamente convierte a los fieles en autómatas.

El autor también trata de sincerarse con la voluptuosidad y sus consecuencias. La ironía no puede ser menos inocente y seria. “El amor es un secreto mal que nos decretan”. En contra de las aspiraciones masculinas de querer abarcarlo todo, las mujeres supuran hijos…, ¿qué dirán los propagadores de la metáfora que sentencia que la mujer se apropió de la virtud divina de dar a luz? Ello está expresado en un lenguaje sencillo amable, incluso cuando usa la palabra más repetida, sonora y deliciosa. La crucificada en lechos públicos es casta cuando se enamora; es sincera en la familia; es inocente en sus andanzas. Pero en la trasparencia hay algo inquietante:

“Cuando era puta, fui libre”.

Es la máxima denuncia que un poeta de mi generación le ha hecho a la libertad sucedida dentro de las márgenes de la barbarie económica, cuya violencia permite volver, a esposa, madre e inspiradora, en mercancía desechable. En la lógica poética de Jaime Londoño, evidentemente las prostituida es la libertad; el concepto de libertad es una mercancía como la mujer que ha sido obligada a venderse a lo más ruin de la sociedad: banqueros insaciables y pordioseros del placer. La prostituta de carne y hueso no le suena falso ir a misa ni defender los valores tradicionales. ¿Qué más no ha prostituido el poder que denomina la época?


La magia multiplica al semejante e ignora lo demás. Y para eliminar al real enemigo basta reconocerse en la imagen que proyecta y, en el acto, romper el espejo. En esa serie de trasgresiones, la vida es una guerra civil y sólo hay un problema de imposible solución: convencer a un ser humano.

Y el trashumante que no haya quedado inscrito en las páginas De mentes nómadas, no debe preocuparse; pues la felicidad es tan aburrida como la escritura de un prólogo e inútil como su lectura. Y si es un trashumante elegante y trascendental debe preocuparse menos: “al final, poco queda de nosotros mismos”.







PdL