El rumor del astracán
Azriel Bibliowicz
valor al público: 35.000,oo
244 páginas
Editorial: Babilonia,
colección narrativa
Bogotá, 2013
Cuando El rumor del astracán, primera novela del autor colombo hebreo Azriel Bibliowicz, llegó a los escaparates de las librerías —muy al comienzo de los años 90 del siglo XX— pocos eran los textos de ficción conocidos acerca de la migración de judíos europeos a territorio colombiano.
Quizás el hecho, por sí solo novedoso, alcanzó a opacar, al menos en principio, algunas virtudes presentes en la obra, hoy por fortuna redescubiertas gracias a la pátina de los años.
Ya por entonces recabar en esa Bogotá minúscula —con inquilinatos hacinados, tertulias de cafetín, barberías, almacenes de telas y tonos grises que opacaban el paisaje urbano (desde el cielo mismo hasta los atavíos de sus habitantes)— constituía un trabajo de arqueología. Eso sumado, por supuesto, a la preciosa antesala al arribo de sus protagonistas a Bogotá, entre Polonia y el indómito trópico, plagado de insectos hematófagos.
En la tierra del cincel, la maceta y la incurable amnesia emprender la aventura de una novela histórica durante aquellos tiempos era lo mismo que lanzarse a la nada, sin más pistas que la intuición ni más alicientes que la suerte de obtener testimonios de quienes sí estuvieron ahí para vivirlo. Haber recreado ese mundo perdido en el papel termina por ser otra conquista a considerar.
Pero El rumor del astracán es, si se le mira con cuidado, mucho más que un escueto cuadro de costumbres, anclado en la anécdota, en los hábitos y vicios de un determinado episodio o en lo más visible del paisaje.
La disposición de sus capítulos (cortos y efectivos) es adrede y explícitamente cinematográfica, algo evidente en la división de éstos mediante secuencias, en la descripción minuciosa de escenarios y en la respetuosa intromisión de su autor en las vidas de personajes entrañables.
El rumor del astracán es prolijo en momentos y personajes mágicos, como aquel capitán de barco que quiso venir a Colombia tan sólo porque un país con el mismo nombre del mayor navegante de la historia tenía que ser afín a su instinto andariego. Está el noble y tradicionalista judío ortodoxo, aferrado como el que más a sus costumbres. También aquel correligionario capaz de hacer concesiones a su fe, amparado en la acumulación de capital como el segundo más importante de sus credos.
Aparecen, además, los colombianos parroquiales de 1930, incapaces de entender que no todo extranjero era norteamericano; el barbero doblado de vendedor minorista de opiáceos para burgueses y poetas; y el abogado familiar de la comunidad, cuyas ideas progresistas chocan con las de muchos de sus contemporáneos. O el precoz niño hijo de judíos, entre el despertar de sus ímpetus viriles, su fanatismo por los dramatizados detectivescos de Chan Li Po, que la radio transmitía, y la discriminación por profesar una religión minoritaria.
La experiencia es común a muchos judíos en múltiples lugares de la Tierra: Dos amigos (Saúl y Jacob) emigran hacia Bogotá con el único fin de acumular el suficiente patrimonio como para volver a su tierra en condición de holgura.
En dicha búsqueda (vivencia compartida también con la mayoría de hebreos que arribaron al país por esas fechas) inician una carrera como vendedores ambulantes de prendas pagables a plazos, hecho que a la postre y en el plano real termina por implementar un modelo económico que a la vuelta de unas décadas se impone sobre los demás.
A medida que el tiempo transcurre, Jacob convierte a la prima de Saúl en su esposa (compromiso fijado, según la usanza de dicha época, a control remoto, y con la oposición del padre de ésta). Tal unión termina inmersa en el tedio y la rutina de las cosas de todos los días.
Jacob está convencido de que sus obligaciones conyugales se limitan a ser temeroso de Dios y cumplir su lugar como proveedor de sustento familiar. Tal hecho desata en su compañera un descontento, que resquebraja los cimientos de una unión con la que ella jamás estuvo del todo de acuerdo, lo que al final desvía su mirada de aquello a lo que la vida parecía haberla destinado.
Así las cosas, El rumor del astracán excede los límites impuestos por la novela histórica en el más purista sentido del término. Ahondar en la intimidad sicológica de personajes perfectamente delineados y si se quiere exóticos —con la Bogotá de aquellos años como telón de fondo— produce una síntesis aún hoy destacable por su originalidad.
En el presente —cuando dos décadas más se han sumado al inventario de olvidos colectivos a los que Colombia y Bogotá parecen haberse visto condenados, por fuerzas no del todo explicables— resulta reconfortante reencontrarnos con una novela capaz de devolvernos en tiempo y espíritu a esa ciudad que hoy ya no existe, y de mostrarnos en forma verosímil, sensitiva y precisa los complejos sentimientos de una joven mujer de entonces, y de una comunidad ávida de convertir costumbres y tierras ajenas en propias, sin renunciar a sus tradiciones, con milenios a cuestas.