Por Miguel Ángel Galindo
Vomit, antología de poesía joven norteamericana
El Gaviero ediciones
Almería, España
112 páginas
Quince autores jóvenes, norteamericanos[1],
llegan a nosotros de la mano de El Gaviero Ediciones en una publicación
bilingüe. Una antología poética como ésta es una llamada inicial, contra propedéutica, para que nos arranquemos
con las uñas, y sólo con éstas, el maquillaje con regusto a melocotón
literario. O una potente llamarada que viene de lejos, que procede de lugares
desencontrados, más allá de las neveras universitarias y de los clubs de salón
de baile matrimonial, una luminaria que nos alerta y recuerda que los poetas no
somos semidioses a pesar del tamaño de nuestro ombligo intelectual, pues acaso
olemos a ciervo cuando nos arrancamos la corbata de la lingüística (odiosa
rapaz). O una excusa para que los criaderos de letras de quienes viene a toda
velocidad desde el centro de la (barra del bar) de la tormenta de hombres
barbudos y bebedores, se expandan y ardan en la orilla del mar verde que inunda
sus quince bañeras de hierro incandescente (y sus quince poéticas de andar por
casa: las suyas y las nuestras). O un disparo certero a la hora de la mudanza, cuando
los Jesucristos sin ojos duermen en
su panal caleidoscópico, y los que hacen y deshacen no-poesía con la lengua
(más de quince[2]
ayunando en cada coordenada del mapamundi del cuerpo y sus llagas), los que
eligen para un mismo ritual “palabras
como cuchillo y amor[3]”,
excavan en el kilométrico sexo de sus caballitos de latón buscando-buscando la otra iluminación en las temperaturas de
la sola vida al completo, una vida que es gasolina y en la que tanto espejo lateral
y tanto dólar con sabor a malta bastan para bajar a los cielos de los porches
congelados por el olor de la hierba flotante:
“...quiero ser dueña pero no gestora de un almacén que guarde // todas las piscinas de delfines y colillas de cigarrillos del mundo // quiero tener contacto visual con un desconocido y decir, ‘joder’ // para que intuyan // que han hecho algo muy vergonzoso[4]”.
Este cuidado trabajo editorial reúne en un
contundente y acertado disenso estilístico y gráfico mucho más que voces
juveniles. Mucho más que juventud inacabada. Mucho más que balanceos y
provocaciones de escote o de entrepierna o de jarra–bidón escriturados a
beneficio de inventario de estos quince caminantes de medianoche:
“Salgo corriendo por la puerta // El hombre dorado me persigue // Corro y corro // Mi padre aparece como una visión // Y se une a mí // Soy dos fantasmas[5]”.
El Gaviero hace una apuesta por lo
perdurable en la extrañeza, por autores de oficio que han preferido la
escritura de lo vivido (aun sea invivible) en tiempos difíciles. Tiempos en los
que la entraña de los “Jóvenes americanos[6]”
bebe de la copa de los lobos conmemorativos del pasado. Tiempos en los que la
paz perpetua, tan perseguida por los teóricos de la cultura de unos acariciando
con pasión a otros, consiste en jaquear “una
página en la que puedes encontrar fotos // de todos los delincuentes sexuales
de tu barrio que están fichados[7]”.
Tiempos cruentos para quienes levantan la voz en el muro social, para vociferar
verdades de bandera, verdades de estómagos vacíos y manicuras pagadas a plazos
con tarjetas de créditos que cortan venas con somera precisión. Tiempos a
bocajarro. Tiempos con banda sonora de disparos en-la-víspera-de-tu-dichoso-cumpleaños-feliz-y-que-cumplas-muchas-muescas-más-y-que-yo-las-vea.
Tiempos en los que los bombardeos informativos insonorizan la lógica y sus
premisas, principios que perecen amarrados al bozal de los perros que llueven en
medio de la talada arboleda urbana. Tiempos de sobrada conexión porno-electrolítica
mundial y mundialista y gol en propia
puerta de la felicidad. Tiempos en los que se repite una sola oración en
las capillas de la nación sin bolsillos para guardar la veleta: vuelta usted mañana a este pan bursátil de
cada día. Tiempos en los que los jóvenes son viejos y hastiados creadores.
Tiempos en los que la poética es perder el tiempo extremando la poesía. Tiempos
en los que la ética apesta cuando se envuelve en expedientes administrativos.
Tiempos de vertedero económico e institucional. Tiempos en los que la fruta
prohibida ya no es una utopía preñada en los arcenes y en los nudillos de la conectividad
literaria. Tiempos nunca soñados. Tiempos para el vómito mientras estos quince
nos miran como lubinas y siguen a lo suyo, a lamerse como gatos en una bacanal
de poesía que no es poesía. No obstante, en estos tiempos que no son otra cosa
que flamante historicidad de portada de periódico, con esta verdad en venta, la
dificultad y el hastío programático son un dogma provocador para quienes se entregan
al yugo y a la salvaje marca de la escritura que mancha nombres para siempre. Quince
poetas manchados y a los que les sobran las explicaciones. Poetas y poetisas
que no desean arrancarse a jirones la intensidad, pero no desear equivale a
saber que la escritura es nada y todo a destiempo:
“no entiendo que tienen que ver los días conmigo // el tiempo que disfruto lo paso escribiendo, o drogado, o escribiendo // drogado en un intento de librarme del día[8]”.
El Gaviero Ediciones nos avisa: este
trabajo es la punta de un iceberg, las “manos
de las esquinas de una sábana de polvo[9]”,
la explosión de una nueva ola llamada futuro y que se meterá en nuestras bocas
y en nuestras mentes y en nuestras vidas sin contemplaciones porque contemplar
es jugar a la higiene personal en un día como éste en el que “tu
hermano // pequeño sostiene a su perro muerto[10]”
y no está el asunto como para trompetear muchas orgías de verso cursi. El aviso
es firme, sugerente, preciso, delator: VOMIT es una lasca de fruta-escritura
fresca ofrecida (pero no recién cortada[11])
a quienes leen junto a los estanques del sí
quiero que metas todo tu amor en mi carne:
“Cuando 1.000 pájaros muertos caen del cielo, // no hay donde guarecerse // no hay enclave // es este que la jodan // en su mentalidad, en esta // conspiración visceral de disidentes[12]”.
VOMIT nos recuerda el interés nacional e
internacional que desatan páginas como éstas, de ahí la opción por una edición
bilingüe, páginas que las escriben quienes son algo más o algo menos que poetas
y poetisas, páginas que se leen y releen mientras nuestros almuerzos, los que yacían
vivos (y desnudos) en las vitrinas y en los escaparates de las licorerías con
clarinete, se nos queman en la cocina o mientras un rayo cae junto al porche
dejando sobre el césped una sombra amenazadora, con ballesta y manzana de
permutación, porque hasta el maldito mandamás del cielo artístico ha aprendido
a rendir tributo a los huesos bañados en alcoholes de William[13].
Pero VOMIT no es una celebración ni una remasterización de la poética del ayer
sino un recital de novedosos baños que inundan el sótano expresivo de una
generación, una ceremonia bajo el árbol disecado por los excesos de la realidad,
un canto con voz metabólica pero sin escenario único. Un poema que no es poesía
pero que sí es poeta con vistas a las sabrosas afueras de la escolástica y del
dogma métrico y sentimental:
“Si llevases una cinta emplearía mis dientes en desatar el nudo siempre que me corresponda desatar un nudo. Quiero robar un coche y conducirlo hasta ti. Hay miles de kilómetros entre yo y donde pronto estaré. Quiero la construcción de un hotel en la oscuridad para nosotros para que pueda hacerte estragos en cien habitaciones[14]”.
VOMIT no es un libro de poesía. No, no y
no. No es un manual. No, no y no. No es un menú. No, nunca. No es una
enunciación de lo púdico. Lo tendremos que decir una y mil veces, y más aquí,
en las Europas de las virtudes lectoras
masturbadas en cabinas de poesía de Todo a Cien. VOMIT es el viento que
mueve el estancado río:
“Quiero encoger hasta el tamaño de un cacahuete y devorarme // porque soy alérgico a los cacahuetes y odio estar vivo[15]”.
Es un libro iniciático,
una propuesta de escritores que se han arrancado la piel-las vísceras-las
palabras-el visor-la ropa-la desnudez-el silencio-el bullicio-el vello-los
amigos del instituto-la arena de los muslos para vivir sin suposiciones ontológicas
de fines de semana, para vivir mirándose en el verso y versificando en la vida
porque VOMIT es un modo de vida en la literatura y no hacerlo es no vivir:
“Me gusta cuando machacas salvia sobre mi puerta // Me gusta la sangre de cordero con que salpicas mi cara // Me gusta colmar de azúcar el cuenco y pronunciar plegarias // Y que luego funcionen[16]”.
Esta antología es una puesta a punto del
acelerador de la creatividad visual, verbal y desigual. Una oportunidad para
celebrar posteriores acercamientos a sus obras individuales, las de Dorothea
Lasky (foto), Noah Cicero, Matthew Savoca, Tao Lin, Kendra Grant Malone, Megan Boyle,
Ana Carrete, Cassandra Troyan, Brittany Wallace, Richard Chiem, Steve
Roggenbuck, Jake Fournier, Kat Dixon, David Fishkind y Jordan Castro, obras por
separado que ya triunfan porque, como señala su prologuista, Luna Miguel,
escriben sin piedad, sin poesía. Diría más, escriben sin eufonías, sin
entrapajar las cuentas pendientes con la propia condición humana, sin idealizar
al lector, sin rostro y sin pulpa, sin liberación (y viceversa): “Lo que aquí hay es vida, demasiada vida[17]”.
A estas anotaciones añadimos que también denotan el sello, siguiendo a Allen
Ginsberg, la fuerza del aullido generacional, un ritual de aullidos que comenzó
en 1959, año en que éste publicó Howl and
other Poems, y que ahora se renueva, se actualiza con los ritmos y los
golpes de arpón que salpican cuando todo, absolutamente todo, se derrumba,
incluida la memoria (y las migas de la cíclica deconstrucción personal y grupal):
“No sé quién es Rod Stewart // pero
dejaré que me salve[18]”.
Quienes apreciamos el contacto con el
lector desconocido, con los autores desconcertantes que se saltan (y derriban)
las fronteras territoriales, estomacales y escriturales con el deseo voraz de delinquir
en el templo del verbo, con ésos digo, aprehendemos y renovamos nuestro propio
bautizo cultural, lejos de la palabra tallada en el vacío, amamantada o aplaudida
por abstemios militantes de la complacencia:
“...quiero que me muerdas pero no quiero // que dejes evidencias // no dejes nada // no quiero tener que guardar // todas las cucharas en el frigo // no quiero ponerme un collar // de cucharas frías[19]”.
VOMIT está lejos, muy lejos, de la poesía
quieta-limpia-transparente-dulcificada-momificada-rebanada-caramelizada-condecorada-uperizada-comulgada-virginal-feliz-unilateral-tántrica-suspirable-délfica-académica-pía-fría-eterna-solemnizada-soñada-cauterizada-magna-perfumada.
Es un libro no sólo para poetas y especialistas del gremio de las greñas
editoriales y las madrugadas persiguiendo un taxi que no existe: es un libro
para acercarse a la poesía y dejarse llevar por las aseveraciones de quien
escribe (y lee) y miente porque dice que cree en lo que escribe y lo cierto es
que no creer es sólo una negación de la mentira, o acaso la saliva misma de la
poesía:
“vivíamos cinco en una habitación // dejábamos que los psicólogos nos estudiaran por dinero // lo gastábamos en licor de malta y en el tabaco // de liar más barato que encontrábamos // no nos querían en el trabajo y nosotros // sólo nos queríamos en uno al otro[20]”.
VOMIT está en las antípodas de las
reflexiones acerca del Hombre imantado por la Historia de la Belleza pero sí
reside cerca, carnal y ceremonialmente cerca, de los hombres y mujeres
embadurnados hasta la nuca por la necesaria falta de elegantes instrucciones, empalagados
y empalados por pugnas de sobredosis vital:
“El problema de la sociedad es que hay demasiadas posibilidades[21]”.
VOMIT aterriza cerca de los tocamientos discursivos que devuelven la poesía a
los paracaidismos de la calle y a las riñoneras y a los depósitos de cajas y a
las manchas de sangre y a las sombras de motocicleta en primera persona del
singular de las minas de oro y de los moteles de carretera secundaria. Es así
como ocurre el magnífico acercamiento al lector. Es así, de ninguna manera y de
todas, como las páginas se inundan de poder (quería decir de pensamiento):
“me veo a mí mismo riendo mucho // y pastelitos explotando // algo peligroso sucede de repente // a mi cara le entra un ataque de pánico // y sufro unas heridas horribles[22]”.
Quince voces alejadas del altar (y de la
piscifactoría) de Adonis pero cerca
de la arista beat y del desenfado neo-callejero,
periférico. Los quince nos proponen una escritura acariciada con pólvora y
luces de neón con fondo de desierto y gimnasio de alcohol, con reflujos de letra
expansiva frente a la escasez, una
escritura que “era el bramar // del mundo
// contra mi cráneo[23]”,
una escritura empapada por creencias individuales e intransferibles como la mismísima
comida para llevar envuelta en bolsas plásticas de color imprecisamente
púrpura. Los quince vomitan una escritura mordida por creencias susurradas en
un garaje en el que se derrite el pan caliente y en el que se fuma con la boca
abierta, y sin edad, mientras suena la canción de la lluvia emocional;
creencias alcanzables y deseables como las piernas de la empleada a tiempo
parcial en la floristería, como el cerebro que escupe sus escrúpulos sobre la
moqueta de la divinidad, como las cáscaras de aquel huevo que un día enterramos
en el bosque de las lámparas de noche. Lámpara encendida en la profunda
intemperie de una joven vida dedicada a escribir “como el tiempo // y así seguir adelante[24]”.
Poetas sin cielo son. Voces a la
intemperie, en distintos lugares de Estados Unidos, se han arrancado sus
collares genéticos, se han lanzado a la carretera de la escritura y han
empezado a lanzar billones de piedras a los ciervos de la razón. Y el ruido de
estas piedras cayendo sobre las azoteas de la lectura no nos va a dejar dormir
porque el que duerme sueña estupideces paradigmáticas tales como la casa-las
herramientas para podar el abeto-los niños y sus pecas y sus secretos-el perro-el
jardín-la parroquia y amén, y el que siempre está despierto sabe que en la
profundidad del mar las promesas huelen igual desde hace siglos:
“Con mis amigos // los primeros nombres son // una moneda de cambio // muy valiosa: // el derecho // de usarlos // especialmente en lugares // donde se supone que // no debes[25]”.
Quince escritores VOMIT nos invitan a que
leamos esta obra grupal, cada una de las obras insertas en la Antología, cada
uno de los no-poemas seleccionados mientras devoramos hamburguesas de pollo con
una de nuestras mil cabezas conscientes, en pleno colapso de la poética como
modo de infravivir o supravivir, como modo de morir aferrado a los planos narrativos
y, en alguno de los textos propuestos, claramente cinematográficos y prosaicos.
Como modo de disfrutar de tu vida, según señala Steve Roggenbuck[26]
en sus versos, disfrute que nos distingue de los no-lectores de poesía,
disfrute que nos hace comprender que el deseo es una evidencia y que la palabra
es la bala más precisa para herir de placer a nuestros idénticos:
“Déjame ser el primero en decirlo, // el coito está bien. Única droga solitaria // que el hacedor nos dio antes de abandonarnos[27]”.
Pero no todo es deseo,
también quedan (en la mente creadora y creativa) brillos indeseables,
fascinaciones por la filosofía y por sus cuendas epistemológicas, culpas
codificadas que nos recuerdan que la letra literaria norteamericana tiene una
profunda raíz en ortos que nacieron, se preñaron y vomitaron a priori en otros
continentes, en otras sociedades:
“A uno le adjudican demasiadas reliquias de familia. // Cuando llegue el compás voy a poner a Emma a trazar // círculos en la habitación amarilla mientras cuento los maridos // amargados para provocar la conspiración[28]”.
Toca al lector, a usted, elegir y
disfrutar de las distintas propuestas literarias que participan en el proyecto VOMIT.
Disponer los fondos musicales y descorchar su botella de champán. Cerrar las
ventanas para que nadie le vea cómo pasea en cueros por las estancias, por las
escalinatas, mientras lee en alto, chupándose los dedos porque así termina el
rito del buen almuerzo desnudo. O dejar las ventanas abiertas, bien abiertas,
abiertas del todo, y correr las cortinas, y encender todas las luces para que
los ojos que se queman en la obscuridad se queden con el título del libro y,
por supuesto, con el olor a comida china que desvela una verdad incontestable:
olemos a poesía. Y quizás…
“...puede que no sepáis qué tipo de sentimiento es, pero alguno de // vosotros lo sabe// estaremos todos bien // gracias // calmaos y morid o esfumaos[29]”.
[1] El Gaviero
Ediciones. Almería. Primera edición. Julio 2013.
[2] La prologuista
nos invita a acercarnos a la obra de otros autores no incluidos en esta
antología. Se refiere a escritores como Gabby Bess, Ben Lerner, Heather
Christle, Mira González o Jacob Steimberg.
[3] Richard Chiem.
Del poema Sabana. Pp. 137. Traducción
de Antonio J. Rodríguez.
[4] Megan Boyle.
Fragmento del poema Algún día. Pp.
87. Traducción de Ainhoa Rebolledo.
[5] Dorothea Lasky.
Fragmento del poema La habitación.
Pp. 21. Traducción de Anna-Lisa Marí.
[6] Título de uno de
los poemas de Jordan Castro. Pp. 199 y ss.
[7] Megan Boyle.
Fragmento del poema Noodle Box (Comida
china para llevar). Pp. 81
[8] Jordan Castro.
Fragmento del poema Actor profesional.
Pp. 197. Traducción de David Leo García.
[9] Jake Fournier.
Del poema ¿Esto es una esponja o un churro?
Pp. 161. Traducción de Mario Amadas.
[10] David Fishkind.
Fragmento del poema Iones libres. Pp.
185. Traducción de Unai Velasco.
[11] A pesar de la
juventud de los autores que aquí se incorporan, nacidos entre 1978 y 1992, sus
bio-bibliografías desvelan una interesante proyección nacional e internacional.
[12] Cassandra
Troyan. Fragmento del poema Todos los
hombres se fueron a casa / Los hombres son todos barbudos. Pp. 109.
Traducción de Luna Miguel.
[13] William
Burroughs (1914-1997).
[14]Richard Chiem.
Fragmento del texto Somos una mina de oro.
Pp. 139.
[15] Jordan Castro.
Poema Alérgico a los cacahuetes. Pp.
203.
[16] Dorothea Lasky.
Fragmento del poema Me gustan los hippies
estrafalarios. Pp. 15. .
[17] El aullido de la
nueva ola. Pp. 12
[18] Noah Cicero.
Fragmento del poema Rod Stewart.
Pp.43. Traducción de Sergio Espinosa.
[19] Ana Carrete.
Poema Muérdeme todo por todas partes.
Pp. 97.
[20] Brittany
Wallace. Fragmento del poema No crees en
lo que escribes. Pp. 123. Traducción de Elisabeth Falomir.
[23] Brittany
Wallace. Fragmento del poema Miles de
hormiguitas negras. Pp. 125
[24] Matthew Savoca.
Fragmento del poema Sentado a solas en el
porche. Pp. 55. Traducción de Violeta Niebla.
[25] Kendra Grant
Malone. Fragmento del poema Cecilia,
Samara, Suéltate el pelo. Pp.71-73. Traducción de Emily Roberts.
[26] Pp. 152-157.
Traducido por Ernesto Castro.
[27] Jake Fournier.
Fragmento del poema Déjame ser el primero.
Pp. 163.
[28] Kat Dixon.
Fragmento del poema Brillo. Pp. 177.
Traducción de Almudena Vega.
[29] Steve
Roggenbuck. Fragmento del poema La Calma.
Pp. 153.
Miguel Ángel Galindo
Islas Canarias. España
(1973). Estudió Filosofía y Derecho.
miguelangelgalindo.rod@gmail.com