Lo que cuesta viajar y ser viajero, apuntamientos de un liberal

Presentamos aquí parte de la introducción que la investigadora y profesora universitaria Carmen Elisa Acosta hace para este libro de Bernardo Espinosa, novedad de Diente de León Editores en esta nueva versión de la Feria Internacional del Libro de Bogotá.

Por Carmen Elisa Acosta

Un viaje en un libro
Bernardo Espinosa
Diente de León Editorial
206 páginas
Bogotá, 2013


“Resuelto el viaje vámonos”. El sentido del viaje a finales
del siglo XIX


Como experiencia única, el viaje rompe con la cotidianidad, exige del viajero una decisión, una programación del futuro y la posibilidad de despojarse de la rutina. De esta manera se distancia de los espacios vistos día a día, de las actividades que se realizan de manera automática, de la familiaridad con la que se viven las costumbres y las relaciones con los que se comparte el orden de lo conocido. Es quizá por eso, como irrupción de una temporalidad nueva que para varios de los viajeros es necesaria una narrativa: el desplazamiento por una geografía, por un espacio o un territorio que debe ser habitado en una doble temporalidad, la del viaje y la de la escritura.

Con esta acción individual ubicada en la experiencia y relatada desde lo autobiográfico, en lo que parece más íntimo, ingresa Bernardo Espinosa a participar de una serie de relatos similares elaborados durante el siglo XIX, no solamente por el impulso del viaje, sino por la implicación que tenía en la consolidación de la nación. Su diario hace parte de un conjunto de historias —buena parte de ellas familiares— de lo privado y de lo público, que intervinieron en los diversos discursos sociales a partir de los cuales los individuos buscaban desentrañar e interpretar su propia realidad, a través de la forma como describían y narraban un mundo que consideraban externo y por tanto diferente. De alguna manera relatar el viaje era reconocer sus propios límites, su silueta y la de su sociedad.

 París se consolidó a lo largo del siglo como destino principal de los viajeros. Estuvo seguido quizá por Inglaterra y luego por España. Podría contarse cómo Felipe Pérez no llegó a Europa sin antes haber pasado por los Estados Unidos de América; allí estuvo Rafael Pombo como parte de la legación del expresidente Pedro Alcántara Herrán; Aníbal Galindo se detuvo en Inglaterra; José María Samper y Soledad Acosta habitaron temporadas en París y él relató además su viaje a España y ella —entre otros lugares— a Suiza; José María Vergara y Vergara vio en España su destino ideal antes de morir; el liberal José Hilario López viajó a la Santa Sede como agregado diplomático para posteriormente desplazarse a Grecia; y Tanco Armero nos dejó un diario de sus viajes a Oriente. Si bien la enumeración puede ser mucho más amplia, lo interesante está en que el viaje a Europa, sin contar los que se realizaron al interior de la nación y por las naciones latinoamericanas, hizo parte de los caminos que la élite encontró para su formación y fortalecimiento. Frederic Martínez, señala que 580 colombianos viajaron a Europa entre 1845 y 1900, un promedio de 45 durante la década de los ochenta y muestra las diversas formas en que estos viajes se trazaban, regulados generalmente por intereses políticos o económicos.

El viaje, como una práctica cultural se lleva a cabo por variadas razones muchas de ellas políticas. Quizá la menor de ellas, el exilio, aunque se presenta frente a los diversos cambios de gobierno y las guerras, como una forma de “desaparecer” de la actividad política no conveniente y prepararse para la construcción de nuevos proyectos. La mayoría de las veces ese desplazamiento está dado por la participación en cargos diplomáticos los que hacen parte quizá del más amplio objetivo de los viajeros. En algunos casos también será el comercio y en otras tantas los estudios y viajes cortos como los que se realizan para tratamientos de salud. Pocos son a finales de siglo los viajes que se emprenden por placer, aquellos viajes turísticos que predominarán a partir del siglo xx.

Aun así, en la mayoría de los casos y en la pretensión del viaje la meta más que Europa, es París. París, como señala Jacinto Fombona, describe un lugar familiar ya sea detallado en otros textos de viajeros y en el sinnúmero de obras literarias que poblaban las bibliotecas de los letrados colombianos “un espacio cuya geografía habíamos trazado y experimentado en nuestra cultura: este es parte del equipaje metafórico y real de todo viajero” del siglo XIX. La recepción de la cultura francesa había ocupado un papel predominante a lo largo del siglo como alternativa posterior a la independencia de España en la legitimación de una identidad. Lo francés y primordialmente lo parisino hacían parte de un imaginario que durante el siglo se había afianzado no sólo en la adopción de una serie de lecturas, impresos y discursos que estaban presentes en las polémicas entre los diversos idearios políticos, sino también en la adopción de costumbres y de formas sociales, en las que se insertaba la disputa por los modelos de civilización. La experimentación del viaje, desde su identificación con estos horizontes y desde las diferencias o acuerdos, consolida la necesidad, la exigencia de los viajeros de disponerse a la escritura...



PdL