El demonio de Sagan


Por Alberto Rahal Garios

El mundo y sus demonios
Carl Sagan
Planeta editorial
Bogotá, 1997
300 páginas

 Hace unos cuantos siglos un hombre llamado Galileo sorprendió a la comunidad de su época con su teoría sobre el sistema del universo, planteando contra toda evidencia (y sin ninguna prueba física), que la magnífica visión del sol saliendo por el oriente y ocultándose por el occidente no era más que una ilusión y que en realidad era la tierra la que giraba alrededor de sí misma produciendo en nuestros sentidos esa falsa percepción. Hoy esta es una noción común, pero no es de extrañar que los académicos de la universidad de Padua, además de las razones políticas y religiosas que tuvieran, se hubieran negado a aceptar de entrada ésta teoría apelando al sano principio que aconseja al hombre no contradecir su percepción natural.

Escasamente un siglo más tarde un tal sir Isaac Newton conmovió a la comunidad científica de Cambridge con la no poco extraña teoría de que existía una fuerza misteriosa, de naturaleza completamente desconocida (aún lo es) y que no necesitaba ningún medio de sustentación para propagarse, pudiendo hacerlo en el vacío. Aseguraba Newton que ésta fuerza ligaba a todos los cuerpos del universo y por lo tanto entre la pluma que reposaba sobre su escritorio y el tintero que se encontraba un poco más atrás se establecía una atracción irresistible. Y todo esto basado en una pobre evidencia circunstancial (la caída de una manzana, dicen) y  de nuevo sin ninguna prueba física.

Hoy los dos integran la galería de grandes hombres de la historia de la ciencia, pero en su tiempo Galileo fue llevado a juicio mientras que sir Isaac Newton recibió los máximos honores que una sociedad pueda tributar a un insigne miembro. ¿Qué había sucedido en ese corto período de tiempo entre estos dos acontecimientos científicos, que hiciera cambiar tan radicalmente a los hombres su percepción del mundo y les hiciera llegar hasta el extremo de negar su propio sentido común en beneficio de la ciencia?

El método científico

Existe el consenso más o menos generalizado de que el iniciador del método científico fue Galileo. O por lo menos el que sentó las bases para su desarrollo.

En realidad Galileo aplicó sistemáticamente el método inductivo de Bacon. Su aporte consistió principalmente en la sistematización de las observaciones, la elaboración de hipótesis explicativas y la generalización que le permite llegar a relaciones universales a partir de los hechos observados. La fase experimental preconizada por Bacon fue sabiamente aplicada por Galileo en su “mecánica” inaugurando así un nuevo estilo en la práctica de la investigación científica. Durante los casi cien años transcurridos entre la exposición del sistema heliocéntrico del universo y la ley de gravitación universal, ésta nueva concepción del trabajo científico, basada en la experimentación, logró cambiar la visión que los hombres tenían de su entorno, restándole importancia a su percepción sensorial y enfatizando los resultados obtenidos con el nuevo método.

Con esta poderosa herramienta esbozada por Galileo y Descartes, utilizada magistralmente por Newton y consagrada por la escuela positivista, la ciencia avanzó incontenible a través del siglo XIX añadiendo luces al siglo. A partir de entonces todo lo que no fuera producto de éste sistema de elaboración de conocimientos fue considerado como no-científico o como pseudocientífico para emplear el término, de matiz peyorativo, tan en boga actualmente.

Durante mucho tiempo el hombre se apoyó en su percepción sensorial para conocer y manejar el mundo que lo rodea. La información proporcionada por los sentidos acerca de los sucesos que acaecen en el mundo era considerada completamente fiable. Aforismos populares como “ver para creer” o máximas filosóficas como “nada hay en nuestro entendimiento que no haya pasado por nuestros sentidos” dan fe del enorme valor acordado por los hombres a la información que procesan sus órganos sensoriales.
En estas condiciones no es de extrañar la enorme labor de convencimiento que debió desarrollar Galileo para persuadir a la gente de su época de la veracidad del postulado copernicano acerca del movimiento de la tierra, teniendo en cuenta que la percepción sensorial natural parecía indicar todo lo contrario.
La predicción: objetivo común

Generalmente las preguntas que se hacen a las pseudociencias son preguntas simples cuya respuesta puede ser un Si ó un No. (¿Ganaré la lotería? ¿Recuperaré mi empleo?)  Esta característica binaria de la respuesta hace que probabilísticamente el adivino acierte en la mitad de los casos, sin que ello implique la efectividad de su método. Desafortunadamente en el imaginario de la gente solo persisten los eventos en los que el adivino acertó. Nadie quiere recordar los fracasos y ello hace que se le dé carta de veracidad a los métodos empleados por las ciencias adivinatorias.

Quisiera recordar aquí el agudo y hermoso pasaje de Montaigne citado por Darío Jaramillo Agudelo en la introducción de su libro La muerte de Alec:

Hay quienes estudian y glosan astrológicos almanaques y atribuyen autoridad a las cosas en ellos contenidas. Cierto es que contendrán verdad y mentiras porque qui est enim qui, totum dies jaculans, non aliquando collinet? (tirando todo el día, ¿no se acertará alguna vez?, Cicerón, De div., II,59). Pero no los estimo más por verlos acertar en ocasiones. Más certeza habría si existiese regla y verdad en mentir siempre, ya que nadie lleva cuentas de sus yerros, que son ordinarios e infinitos y, en cambio, hace valer sus adivinaciones raras, prodigiosas e increíbles.

Para ilustrar su afirmación Montaigne relata a continuación la historia de Diágoras, apodado el Ateo, cuando de visita en un templo en Samotracia se hallaba contemplando los exvotos, frases de agradecimiento e imágenes pintadas en los muros por aquellos que pudieron llegar a salvo escapando del naufragio. Al ser interpelado por uno de los sacerdotes con la siguiente frase:

Tú piensas que los dioses no se ocupan de las cosas de los hombres. ¿Qué dices de tantos hombres salvados por la gracia divina? Responde Diágoras: No están pintados aquí los que se ahogaron. Y son en número mucho mayor...

Fronteras de la razón

En uno de sus más importantes libros El Mundo y sus demonios, Carl Sagan aborda este problema de manera directa. Esta aparente contradicción entre lo que perciben nuestros sentidos y lo que realmente sucede en la realidad es la que define la diferencia entre lo que llamamos ciencia y lo que se ha dado en calificar como pseudociencia:

La pseudociencia colma necesidades emocionales poderosas que la ciencia suele dejar insatisfechas. Proporciona fantasías sobre poderes personales que nos faltan y anhelamos (...). En algunas de sus manifestaciones ofrece una satisfacción del hambre espiritual, la curación de las enfermedades, la promesa de que la muerte no es el fin. Nos confirma nuestra centralidad e importancia cósmica. Asegura que estamos conectados, vinculados al universo(1).

Pero acaso -podríamos decir al leer desprevenidamente éste párrafo- no está hablando de la historia, la medicina y la astrofísica?  ¿No nos proporciona acaso la historia un sentido de la vida y un camino para recorrer? ¿No es acaso ella en sí misma y ante todo una historia de la evolución del espíritu humano? ¿No nos da la medicina una esperanza de curación y aleja cada vez más a la muerte de nuestro destino inmediato? Y, como el mismo Sagan lo reconoce en una nota al pié del mismo párrafo, no es difícil ver una conexión cósmica más profunda que los asombrosos descubrimientos de la astrofísica nuclear moderna.
Y si caracterizáramos a la ciencia por la clase de fenómenos que estudia y las fuerzas que en ellos intervienen, ¿podríamos tal vez agrupar dentro de lo no-científico todas aquellas teorías que para explicar el desarrollo de los fenómenos apelan a fuerzas que no emanan de la misma naturaleza? Excluiríamos de esta suerte toda explicación que aluda a fuerzas sobrenaturales o que trasciendan el mundo físico incluidas las explicaciones teológicas o religiosas. Pero de nuevo aquí nuestra certeza sería precaria y nuestro juicio se vería nublado por la duda: ¿Es acaso natural la gravedad? ¿Cuál es su soporte físico? ¿Son sobrenaturales las ondas del pensamiento o las ondas cerebrales que según  los defensores de teorías como la telepatía, emanan del cerebro? ¿Cuál es la naturaleza del éter, que durante tanto tiempo sirvió para dar sustento a la teoría ondulatoria de la luz? ¿Qué clase de fuerzas mueven la historia y el desarrollo de las sociedades? Nos encontramos al parecer en una encrucijada. La frontera que estamos tratando de establecer entre lo que es ciencia y lo que no lo es, se torna cada vez más difusa. ¿Cuál será entonces la idea aclaradora que nos proporcione aunque sea una tenue luz en este sombrío panorama?



-En mi garaje habita un dragón que escupe fuego –le aseguro yo.-Enséñemelo –me dice usted.Yo le llevo a mi garaje. Usted mira y ve una escalera, latas de pintura vacías y un triciclo viejo, pero el dragón no está.-Olvidé decirle que es un dragón invisible –le digo yo.Usted me propone que cubra de harina el suelo del garaje para que queden marcadas las huellas del dragón.-Buena idea, pero éste dragón flota en el aire.Entonces me sugiere usar un sensor infrarojo para detectar el fuego invisible.-El fuego invisible tampoco proporciona calor.-Se puede rociar con aerosol al dragón para hacerlo visible – insiste usted-Se podría, sólo que es un dragón incorpóreo y la pintura no se le pegaría...


La Babel de la ciencia

La diferencia entre lo que es ciencia y lo que es pseudociencia puede ser muy sutil. ¿Nos proporciona en realidad el método científico un criterio para juzgar entre las dos?  No pensamos aquí en el científico cuyo juicio entrenado en los procedimientos del método puede discernir sin dificultad entre éstas dos cuestiones. Pensamos en el hombre común. Hombres y mujeres con intereses corrientes cuya vulnerabilidad frente a los medios de comunicación los hacen presa fácil de toda clase de imposturas.
Tomé un gas inerte que había en el aire, lo convertí en líquido, agregué ciertas impurezas a un rubí, le adherí un imán y pude detectar el fuego de la creación.

Comparemos la proposición anterior con ésta otra:

Disolví el mercurio en ácido nítrico (HNO3) y ácido sulfídrico (H2S) obtenido por la calcinación del azufre y obtuve un precipitado negro mezcla de sulfuro mercúrico y mercurio metálico. Añadí de nuevo ácido nítrico y se transformó en un complejo blanco insoluble de fórmula Hg3S2(NO3)

Cuál de las dos es una proposición científica? La primera es una definición en lenguaje coloquial de lo que podría ser un máser de baja frecuencia como los utilizados actualmente para detectar la radiación de fondo del universo, y es usada por Carl Sagan en su conocida novela Contacto. El fuego de la creación hace referencia al ruido remanente de la gran explosión que dio origen al universo.

La segunda es nuestra descripción, en lenguaje formal, de una de las proposiciones fundamentales de la alquimia: la creación del opus nigrum y su posterior conversión en la obra blanca. No se había dado aún nombre a los compuestos, pero eso no obstaculizaba para nada el resultado perseguido, que no era, como pudiera pensarse, el precipitado blanco, sino la unión del cuerpo con el espíritu. La sublimación de las potencias superiores del ser.

Es verdad que aquí hemos apelado a un recurso engañoso como es el de codificar cada proposición en un lenguaje que no le corresponde. No habría confusión si le negáramos a Sagan  la licencia poética y si conserváramos la fórmula alquímica en el lenguaje críptico en que fue formulada originalmente para proteger el conocimiento, de los no iniciados en el arte (2).

La prueba: fuente de certeza

En El mundo y sus demonios, Carl Sagan tipifica la actitud de los pseudocientíficos con una anécdota –ver recuadro en la parte superior– que hemos abreviado en aras de la claridad (p.191).
El mensaje de Sagan es simple: es necesario exigir del investigador no solamente una explicación viable sino la prueba fehaciente de que la explicación es correcta. Hay que tratar de comprobar cualquier afirmación pretendidamente científica, tratar de probarla, y rechazar de plano todas aquellas declaraciones que no puedan ser demostradas.

Es necesario pues, para la tranquilidad del espíritu, rechazar aquello probadamente falso. Pero es necesario también atenernos al sano principio que nos indica la prudencia: lo que no se puede probar no se debe creer.
Por medio de la prueba la ciencia avanza. Habiendo comprobado algunos presupuestos puede dedicarse al estudio de nuevos problemas. La pseudociencia por lo contrario, o la falsa ciencia al no utilizar la prueba permanece siempre estancada en el mismo problema. La astrología es la misma desde los tiempos antiguos y ni siquiera ha tomado en cuenta el movimiento de precesión de los equinoccios que ha retrasado la posición del sol en un signo zodiacal completo. Aquello cambió y sin embargo la astrología se mantiene igual. La acupuntura como la homeopatía son ciencias tradicionales de mucha antigüedad que han permanecido con los mismos postulados a través del tiempo. Parece que no hubiera posibilidades de avance por la sencilla razón de que no se establecen principios para probarlas y continuar.

Por el contrario, el hecho de haber demostrado en la práctica la operatividad de la mecánica newtoniana es lo que permite avanzar hacia la mecánica relativista. La química con el estudio de la estructura del átomo va dejando atrás modelos cada vez más complejos que habiendo sido sometidos al rigor de la prueba han cumplido su función y han dejado descritos los límites dentro de los cuales funcionan abriendo de ésta manera el camino hacia nuevas teorías, nuevos modelos de explicación.

Una conclusión peregrina

Es real, sin mentira, cierto y muy verdadero. Lo que está abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo, para hacer los milagros de una sola cosa. Y así como todas las cosas han salido de una cosa por el pensamiento de uno, así mismo todas las cosas han nacido de esta cosa por adaptación (2).

¿Será acaso este extraño preámbulo de la Tabla de Esmeralda un reflejo fiel de la situación que estamos viviendo con respecto a la ciencia? ¿Cómo podemos hablar de pensamiento pseudocientífico, cuando toda pregunta es lícita, toda hipótesis puede ser validada? A lo sumo podríamos hablar de un pensamiento pre-científico y definido éste como el conocimiento adquirido sin la utilización de lo que conocemos como el método científico. ¿Que hubiera pensado me pregunto yo, un científico como Carl Sagan, reconocido por su alto grado de escepticismo, si hubiese vivido en el siglo XVIII y un buen día se hubiese presentado en su despacho de la universidad sir Isaac Newton con su extraña teoría de la misteriosa fuerza invisible que se propaga en el vacío y que liga todos los cuerpos del universo incluyendo la pluma y el tintero que reposan sobre su escritorio? Y al preguntar por qué no es posible percibir ésta misteriosa fuerza de atracción entre los objetos de nuestra habitación y ser informado de que la fuerza era demasiado débil para manifestarse así, ¿no hubiera sentido vagamente el científico sobre su cuello el cálido aliento del Dragón?  Tal vez se trate simplemente de diferenciar entre lo que es una creencia y lo que es un conocimiento. Y qué debemos hacer con las creencias? Tendremos que convivir con ellas hasta que demuestren ser útiles en la producción de conocimiento o de lo contrario desecharlas.

No hay que creer en demonios ni apariciones. No hay que creer en nada que no pueda probarse. Pero la historia de la ciencia está verdaderamente plagada de ejemplos de teorías científicas en los que la lógica humana ha sido forzada más allá de una duda razonable y sin embargo han salido indemnes de la prueba científica. Y también se encuentran múltiples ejemplos del caso contrario, en que teorías que a todas luces presentan una coherencia y una verosimilitud a toda prueba no hayan pasado el examen.

No hay que perder de vista que lo extrañamente insólito en la historia de Galileo y Newton es que la conjetura de Galileo, quien estuvo a punto de pagar con su vida por ella, ha sido incuestionablemente probada, mientras que la teoría de Newton, que en su tiempo fue aceptada sin restricciones y que no dejó de constituir un avance importante en el desarrollo de la mecánica de cuerpos celestes, ha sido sin embargo revaluada por los modernos postulados relativistas. El verdadero reto del científico moderno, es pues, ante todo, tratar de no repetir de nuestros días la terrible cacería de brujas que en épocas anteriores desató la intolerancia y el prejuicio, contra los espíritus curiosos o investigadores que se atrevieron a formular una explicación.
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1 La fórmula alquímica según Artefio (s. XII) es: “Las naturalezas se transmutan recíprocamente, pues el cuerpo se integra en el espíritu y éste convierte al cuerpo en un espíritu colorado y blanco... lo cuece en nuestra agua blanca hasta que se disuelve y ennegrece. Una larga cocción le hace perder luego su negrura y, finalmente, el cuerpo disuelto se eleva con el alma blanca, se mezcla con ella, y ambos quedan tan estrechamente abrazados, que nunca más pueden separarse...”
2 La Tabla de Esmeralda de Hermes Trismegisto, en Siete Textos de Alquimia, Editorial Kier, Buenos Aires.

PdL