Larga y negra historia


Por Carlos Enrique Pachón


Es bien sabido que la Historia como discurso de las ciencias humanas está en crisis, y que la mundialización y globalización han desbaratado su condición oficial y categórica. Tantas revisiones de los acontecimientos históricos que han marcado a la humanidad dan fe de ello, y a su vez, es preocupante que la mayoría de las revisiones se hagan sobre los mismos sucesos. Evidenciando de manera tangencial que la oficialidad de la historia no es exclusiva del Estado, sino también recae en las voces de quienes la escriben, y que se presuponen libres y autónomos, pero que en demasiadas ocasiones mantienen el hedor de los discursos del poder.

Recientemente en toda Latinoamérica nos encontrábamos de celebración del bicentenario, y la proliferación de textos, revisiones, investigaciones sobre el suceso de emancipación, auspiciadas en su mayoría por el aparato editorial transnacional, no dan abasto. Sin caer en reclamos históricos, no comprendo muy bien el motivo de la celebración, y el ánimo fiestero con que se ha realizado, sin que ello ponga en duda mi simpatía por el desorden. Es sospechosa tanta atención en estas fechas, y que como a manera de cooptación seamos nosotros mismos, los latinoamericanos, los que bailemos y entonemos la historia. Si atendemos los tiempos históricos podemos concluir que 200 años no son tanto y que la reflexión sobre tanta sangre y saña está por venir.

En nuestro país y desde las instancias oficiales fueron y han sido muchas las demostraciones de celebración por el evento histórico. Desde el Ministerio de Cultura se instó a las regiones a hacer parte de la fecha con publicaciones e investigaciones. Y como Colombia es un país fraccionado por regiones, y es seguro que desde allí el episodio de Independencia se enriquece, complejiza, se agrava y se particulariza. Si lo pensamos desde la región de los Llanos Orientales se ahonda desde otras miradas. Nadie discute el aporte y particularidad de esta región en la causa libertadora, y muchas voces autorizadas consideran que no ha habido una verdadera ‘indemnización’ de parte del Estado hacia estos territorios por haber sido aportantes directos a la causa.

En la región de los Llanos Orientales se publicaron algunos libros sobre el tema en mención, llamándome la atención el libro Bajo el signo de Caldas del escritor Otto Gerardo Salazar. Entre otras cosas porque no fue un texto hecho para la fecha, sino que obedeció a preocupaciones más reflexivas y menos mediáticas. De primera mano sé que el autor venía trabajando desde hacía algunos años en su realización y que el manuscrito dio varios giros, a su favor. En este libro se encuentran diez episodios traumáticos de nuestra larga historia de violencia, y que a manera de tesis sugerida y no nombrada  propone la razón de nuestra reiterada y sistemática ‘crisis social’.

Y era de esperar que el primer evento histórico recayera en el protagonismo de José Antonio Galán, la revolución de los Comuneros. Allí se muestra a un Galán mestizo, de pelo enmarañado, producto de algún gen africano en su sangre. Y que como a manera de Robin Hood perteneció al ejército enemigo, al realista, pero que estando en Cartagena, empezó a sentir cierta comezón, malestar, fiebre de revolución, que lo obligó a desertar junto a su amigo Lorenzo Alcantuz. Varias noches  mientras tomaba onzas de aguardiente y admiraba la piel brillante de las mulatas fue labrando su partida hacia su natal Charalá. Y la consabida gestación del movimiento comunero y la anunciada traición de los comerciantes y señores Juan Francisco Berbeo y Salvador Plata entre otros. Como símbolo de ese episodio queda la imagen inquisidora de los actos de descuartizamiento de Galán y de Túpac Amaru, de quien el primero admiraba su lucha y destino.

Aunque se da una imagen fresca y humana de Galán, que le teme al mar y ama el amor de las mulatas del puerto, también se percibe en la segunda parte del relato, el más conocido, unas lógicas de la historia oficial, lo cual era de esperarse en un episodio tan harto mencionado en nuestro relato nacional. Y ese es el riesgo de nombrar tantas veces lo nombrado como se supone hace la literatura y el arte pero que en el relato histórico cobra otras dimensiones.

En el siguiente episodio del libro, el autor le da vida a José Celestino Mutis en un diario, una bitácora, legado de su existencia en el Virreinato  de la Nueva Granada. El narrador es el propio Mutis que va desentrañando desde su visión de hombre de ciencia y hombre de fe, las razones de la ignorancia de los habitantes de estos territorios de Indias. En ese legado en forma de diario, compara a su amada Cádiz, a la que nunca regresaría, con Cartagena, y nota vehemente, falta de lugares para el conocimiento y la ciencia en la segunda. El sabio nos dará las pistas para no enfrentar ciencia y religión:

Mi saber de Dios era otro y aún sigo pensando que aprender la matemática es descifrar su lenguaje y aprender de ciencia es saber contemplar su obra

También menciona su lado familiar, la vinculación de su hermano en el movimiento comunero y su relación con su sobrino Sinforoso.

Admito que este relato es mi favorito, pues logra capturar la voz del sabio Mutis sin dejar de seguir siendo ficción: mantiene esa doble naturaleza, tan definitiva en los relatos históricos, sobre todo de figuras tan públicas. Y así sucesivamente vamos encontrar relatos sobre personajes como José María Carbonell, Tirofijo, Guadalupe Salcedo, Pablo Escobar, Jorge Eliécer Gaitán, sin que sobre ellos recaiga la voz del relato, y sucesos como la pérdida del Canal de Panamá y la toma del Palacio de Justicia, todos ellos, personalidades y sucesos que han sacudido la estructura civil de los colombianos y han dejado una ruptura en la historia y construcción de la nación.

Otto Gerardo Salazar elige con acierto los nodos de la unidad violenta de este país, supo seleccionar esos momentos de ruptura, que pese a ello no lograron consolidar movimientos civiles que bruscamente emergieron pero que no se concretaron, diluyéndose en la anarquía y revueltas sin peso, ayudados por la sagacidad de las contrapartes como en el caso de los Comuneros con la habilidad del entonces arzobispo José Caballero y Góngora para contener la revuelta en Zipaquirá, en las goteras de Santa Fe. Y también por la falta de claridad en la separación de intereses colectivos y privados. Es sintomático de la sociedad colombiana la falta de manifestaciones civiles y en este libro, podemos dilucidar parte de las causas.
He evitado decir novela, porque aunque el autor la estime así, me parece una serie de relatos históricos que no se configuran como tal, y que esa denominación no le quita la fuerza literaria e histórica. Uno de sus mayores logros es la multiplicidad de narradores que enriquecen la perspectiva, el lente del que cuenta, y que alejan al autor de la narración, siendo este encuentro parte de la narrativa contemporánea, pero que no siempre es tan afortunado. En varios relatos logra capturar el contexto y lo convulso del momento histórico, y que en episodios como Pablo, se desarrolla un relato auténtico, que no victimiza sino que permite ver descarnada y literariamente lo hondo que caló este personaje en el país y en sus cercanos. En otros relatos creo que repite mucho de la historia oficial y no se logra un relato tan renovador, como en el caso de Tirofijo, en donde a mi modo de ver, no se transmite el contexto y magnitud del personaje.

El autor en estos relatos nos muestra lo cíclico y sistemático de nuestra violencia, que no ofrece salidas desde la construcción ciudadana. Uno lee el libro y le parece que hemos patinado siempre en el lodo y que la sensación de avanzar es apenas una ilusión en el tiempo. Es sobrecogedor y escalofriante notar cómo en el prólogo que cuenta el encuentro entre los Achaguas y el capitán Alonso Jiménez, que termina en la aniquilación de una comunidad indígena en el interior de un templo, cuando el capitán “mandó a sus soldados a trabar todas las puertas y prender fuego. Igual, dispararon de manera atronadora los arcabuces sobre los que saltaban e intentaban huir”, para hacer prevalecer la idea de un Dios terrible y poderoso, es casi calcada desde la simbología de la perversión y la tortura con el epílogo que describe  la incursión de los paramilitares en Mapiripán, Meta, en 1997, y el posterior asesinato de 49 personas, “estuvieron cinco días a sus anchas. A los hombres asesinados, les cargaron los vientres de piedras y los echaron al río”. ¡Oh larga y negra historia!


Bajo el signo de Caldas
Otto Gerardo Salazar
Arquero ediciones
Manizales, 2009
208 páginas


PdL