Por Jean Paul Sartre
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Y, por otro lado, es un contacto con el más allá: El libro, en efecto, ya no es un objeto, ni tampoco un acto, ni siquiera un pensamiento: escrito por un muerto sobre cosas muertas, ya no tiene lugar en este mundo ni habla de cosas que nos interesen directamente; abandonado a sí mismo, se encoge y se hunde, convirtiéndose en meras manchas de tinta sobre papel mohoso. Y, cuando el crítico reanima esas manchas, cuando hace de ellas letra y palabras, éstas le hablan de pasiones que no siente, de cóleras sin objeto, de temores y de esperanzas difuntos. Se ve rodeado de un mundo inmaterial en el que los sentimientos humanos, como ya no emocionan, han pasado a la categoría de sentimientos ejemplares y, para decirlo con claridad, de valores.
De este modo, el crítico se convence de haber entrado en relación con un mundo inteligible que es como la verdad de sus amarguras cotidianas y la razón de ser de las mismas. Piensa que la naturaleza imita al arte como, según Platón, el mundo sensible imitaba a los arquetipos. Y, mientras lee, su vida de todos los días se convierte en una apariencia. Es una apariencia de mujer agraviada y es una apariencia su hijo jorobado: Y serán salvadas porque Jenofonte ha hecho el retrato de Jantipa y Shakespeare el de Ricardo III.
Para el crítico, es un placer que los autores contemporáneos le concedan la gracia de morirse: sus libros, demasiado crudos, demasiado vivos, demasiado apremiantes, pasan al otro lado, afectan cada vez menos y se hacen cada vez más hermosos; después de una breve permanencia en el purgatorio, van a poblar el cielo inteligible de los nuevos valores: Bergotte, Swann, Siegfried, Bella y M. Teste: he aquí adquisiciones recientes. Se está esperando a Nathanaël y Ménalque. En cuanto a los escritores que se obstinan en vivir, se les pide únicamente que no se muevan mucho y procuren en adelante parecerse a los muertos que han de ver (...) Nuestros críticos son cátaros; no quieren saber nada del mundo real, salvo comer y beber en él, y, ya que es absolutamente necesario vivir en el comercio con nuestros semejantes, han decidido que sea en el comercio con los difuntos. No toman jamás partido en un asunto incierto y, como la historia ha decidido por ellos, como los objetos que aterraban o indignaban a los autores que leen han desaparecido, como a dos siglos de distancia resulta manifiesta la vanidad de las disputas sangrientas, pueden encandilarse con el balanceo de los períodos y todo pasa como si la literatura entera fuera únicamente una vasta tautología y como si cada nuevo prosista hubiera inventado una nueva manera de hablar para no decir nada. Hablar de arquetipos y de la naturaleza humana, hablar para no decir nada... Todas las concepciones de nuestros críticos oscilan entre una y otra idea. »