Asfixia
Chuck Palahniuk
Ed. DeBOLS!LLO
Barcelona, 2004
330 páginas
No es un secreto que los valores contemporáneos – juventud, comodidad, seguridad, placer, estabilidad, entre otros – tienen su base en el actual modelo económico, fruto de la voluntad anárquica de grandes empresas, bancos, multinacionales y demás grupos económicos. En este sentido, gracias a la omnipresencia de la televisión, podemos afirmar que este es el aire de las últimas décadas: desde el momento en el que nuestra madre nos deja de amamantar comenzamos a beber la leche de las industrias, “la negra leche del amanecer”, de la cual –como diría Paul Celán– “bebemos y bebemos” hasta ya ni siquiera notar el artificio, el engaño.
Ahora bien, en algunos casos, esta atmósfera de producción, este furor de psicópatas defensores del progreso material –véase “trabajar, trabajar y trabajar”– comienza a volverse irrespirable. Comenzamos a sentir que la vida no fluye, que el aire del progreso no entra en nuestros pulmones primitivos, que es necesario cambiar de atmósfera, o por lo menos, hacerla más tolerable. Por ello la historia de esta novela comienza con una lista de advertencias que hacen inevitable su lectura: “Si vas a leer esto, no te preocupes. Al cabo de un par de páginas ya no querrás estar aquí. Así que olvídalo. Aléjate. Lárgate mientras sigas entero. Sálvate” Y mientras sigas entero significa mientras sigas seguro y cómodo y tranquilo, mientras sigas pensando que todo esto es normal, que así es el orden de las cosas y no hay modo de cambiarlo. No obstante, el lector asfixiado, el que busca un aire distinto, sabe que más allá de ser una advertencia, se trata de una invitación a dejarse llevar por el ritmo vertiginoso, casi adictivo, de Asfixia: la historia de Víctor Mancini –un adicto al sexo– y su madre convaleciente; un don nadie que trabaja en un parque temático representando “la espina dorsal de la América del siglo XVIII” –un irlandés deportado que realiza trabajos humillantes en un dunsboro colonial “Por seis dólares la hora”– y en fin, un desertor de la facultad de medicina que busca la salvación lejos del sufrimiento cristiano y la solemnidad del mártir.
“Si Cristo hubiese reído en la cruz, si la gente no se limitara sólo a sufrir, tal vez podría probar algo de eso que llaman salvación”. Más allá de la fe, la salvación es en Asfixia una actitud ante la vida, la de no ser humillado en un mundo donde, al parecer, todo trabajo es humillante; la de no ser derrotado en la derrota, ni ser víctima de nadie más que de uno mismo: “la humillación es humillación solamente si uno elige sufrir”.
De este modo, el parque histórico del siglo XVIII se convierte en una metáfora de la historia de la humanidad: así como en 1734, en el XXI aún carecemos de derechos civiles, la ilustración fue una farsa, “la ilustración se terminó [afirma Ida Mancini, la madre de Víctor] Ahora estamos viviendo la des-ilustración”, seguimos con los castigos humillantes en el cepo, expuestos a la vergüenza pública y todo por dinero – léase Reality Shows y otros más – “Estamos todos atrapados. Es 1734 para siempre”. Tal como lo afirma Peter Sloterdijk en su libro Crítica de la razón cínica, vivimos una “falsa conciencia ilustrada”, un mundo de hipocresía en el que valores como autonomía, libertad, solidaridad, igualdad y fraternidad, no son más que palabras sin contenido que sirven para adornar los documentos institucionales.
En este contexto, Víctor Mancini es el transgresor, el personaje encargado de “salvar” su mundo del aburrimiento y el orden apolíneo, el lúcido antihéroe que se hace consciente de la miseria global y asume su responsabilidad, el neo-quínico que quita el velo extendido sobre las costumbres más sagradas y solemnes de la cultura, aquel que re-significa el valor de la vida y de la incertidumbre, el retrato vivo de Dorian Gray que representa la culpa de toda la humanidad. Así pues, el modo en que Víctor salva a los demás es la asfixia: finge atragantarse todas las noches en un restaurante distinto, crea un héroe en cada lugar, cambia la monótona existencia de una persona todos los días a través de una farsa por la cual recibe cheques y mensajes de afecto. Y es gracias a esta farsa que el personaje se sabe único, pues “una vez que cruzas estas líneas, nunca dejas de cruzarlas”. Al cruzar los límites de la moral dominante Víctor puede sentirse, como Nietzsche, más allá del bien y del mal: “Si puedo hacer esto puedo hacer cualquier cosa”.
En Saint Anthony, el asilo donde reside su madre y por el cual tiene que pagar mucho más del sueldo que gana, Víctor es el salvador de todas las enfermas mentales. Es quien acepta la culpa sobre el hecho que las volvió para siempre dementes: es el hermano mayor que las violó, el hombre que les mató el perro; el tipo loco que las abordó en la calle. En otras palabras, Víctor desea convertirse en Dios a través de una falsa auto-compasión: “uno obtiene el poder fingiendo ser débil”; fingiendo poner la otra mejilla para obtener el dominio sobre los demás. No le interesa que su madre vuelva a ser como antes pero tampoco quiere verla morir: “Quiere mantenerla débil para poder ser siempre quien esté al mando: parece como si usted quisiera ser Dios”, le dice Paige Marshall.
Pero es sobre todo a través de la sexualidad que ocurre la salvación personal de Víctor, es su modo de huir del orden establecido: “Para un adicto al sexo, tus tetas, tu polla, tu clítoris, tu lengua o el ojete de tu culo son chutes de heroína, siempre están presentes, siempre listos para usarlos”. Tiene relaciones en los lugares “menos adecuados”: el altar de una iglesia, el baño de un avión o de un tren, un asilo de ancianos, las cabañas del parque histórico en el que trabaja. Y estas relaciones las mantiene con las personas “menos adecuadas”: las otras asistentes al grupo de adictos al sexo; mujeres que recién conoce; Paige Marshall, las enfermeras de Saint Anthony, las profesoras que asisten con sus alumnos al parque temático, las trabajadoras del parque –portadoras de enfermedades venéreas– entre otras. Víctor busca en el grupo de adictos al sexo no tanto una manera de dejar su adicción, sino más bien nuevas formas de obtener sexo a través de los métodos descritos por los demás adictos: “para mí es un estupendo seminario de metodología”.
Antes de entrar a la cárcel, justo después de su juicio, Ida Mancini, la madre de Víctor, pronuncia algunas frases con las que vale la pena terminar esta invitación a la lectura de Asfixia: “encerrarme sería redundante. Nuestra democracia y nuestras leyes han convertido al mundo en un campo de trabajos forzados limpio y seguro (…) Estamos criando una generación de esclavos (…) Estamos enseñando a nuestros hijos a no poder defenderse (…) Estamos tan estructurados y microgestionados que esto ya no es un mundo, es un puto crucero del placer”.
En el lavabo de mujeres, metido dentro de Nico, cruzo los brazos debajo de la cabeza. Después, durante yo qué sé cuánto rato, no tengo un solo problema en el mundo.
No tengo madre. Ni facturas médicas. No tengo una mierda de trabajo en el parque temático. No tengo a un imbécil por mejor amigo. Nada. No siento nada.
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