Falla el salto

Por Rodrigo Pérez Gil


Angosta
Héctor Abad
Editorial Planeta
Bogotá, 2003
374 págs.


Más allá de su leve comienzo, esta novela evoca a un vendedor de pararrayos, el que anuncia las tormentas, cargado con los fierros que exhibe con ostentación, el augur no viene detrás de las tempestades sino que las tempestades vienen detrás de él, o así lo quiere hacer creer entrando al pueblo donde lo esperan los chicos y grandes ansiosos de aventuras, resuelto a trazar mapas de tormentas y huracanes, corriendo delante de ellos y llevando en los puños sus bastones de hierro.
  Ocurre que el escritor de veras, el poeta, es una especie de chivo expiatorio, a la vez un rayo y un pararrayos, una esponja absorbente de los males y desgracias de la época, abraza aquello que abrasa a la desgracia, que la seca, de cierta manera, con su escritura singular y a través de la herida que se extiende como una grieta en su cuerpo, transmuta la desgracia y hace valer, mediante su expresión, una posición de deseo y una afirmación de vida, aún tartamudeante, aún trastabillante.

 Jacobo Lince, en la novela de Abad, oscila entre dos polos, el polo de su cuenta en divisas, que supera el límite para ser socio del club Paradiso, un millón de dólares: “Podría vivir en Tierra Fría, si quisiera”, y el polo de Tierra Caliente, del Sur y del Tercer Mundo, y he aquí que ambos afectos jalan de él, presa de un miedo apenas temperado por el sexo, miedo abierto en Tierra Caliente, o moderado en Tierra Fría, donde es el profe de inglés de la dama hija del don: “Nice to meet you, I’m Jacob. What is your name?, dijo Jacobo con una voz que le temblaba” (pág. 168), con rabia por un ambiente rico que lo intimida. En el otro polo, en Tierra Caliente, come con su invitada Candela: “Había en ella algo más que a él le repugnaba [...]: la manera de hablar. Usaba, por ejemplo casi siempre el verbo colocar, como si algún tabú se hubiera impuesto contra el verbo poner [...] También usaba la palabra diferente, nunca distinto” (pág. 152). Más adelante, lo van a dejar en cueros en esta misma Tierra Caliente, a él, tan distinguido, Jacobo, “los ojos cazadores, verdes, felinos, sobre la piel muy oscura, quemada por el sol (o por un ancestro africano, vaya uno a saber)” (pág. 55), corriendo desnudo por el sektor C con un aviso del Fin del Mundo como hoja de parra: “Entre el clochard y el teporocho,/ el joven asaltante ansioso de crack con navaja en la mano,/ una mendiga de llagas supurantes,/ niños que combaten en las mil guerras de ahora,/ leprosos, viejos anbandonados [...]” (pág. 221), poema del que va a hacer eco el joven Andrés Zuleta en la cima del Salto, “Hay un muerto flotando en este río [...]” (pág. 309), previa su caída fatal. 


Angosta va configurando su mapa a partir del “breve tratado de geografía” que el personaje Jacobo Lince agarra -como si algún tabú se hubiera impuesto contra el verbo coger- en su librería La Cuña, y alrededor del yo que ostenta en su retrato de media página, dado por el autor en nota al pie luego de la primera frase del libro: Abrió el libro por la mitad y se lo acercó a la cara. Él, “harto de lirismo y de literatura, quería leer algo sin huellas de ficción, sin amaneramientos ni adornos, y por eso había agarrado el libro, en un arranque de curiosidad, en el mismo momento en que salía de la librería sin despedirse de nadie” (pág. 13). Escrito en el estilo “llano y exhaustivo de los profesores”, el libro que toma Jacobo de su librería La Cuña, es un “breve tratado sobre la geografía de Angosta, escrito por un oscuro académico alemán” (pág. 12). En la cubierta del libro aparece una acuarela del Salto del Tequendama y el título; en la carátula de la novela de Abad, una reproducción de un grabado del Salto, a partir de boceto de Humboldt, y el mismo título Angosta. Jacobo lee, detiene su lectura un momento, se levanta y mira por la ventana: “Está lloviendo afuera, como en el libro” (pág. 15). Leyendo el tratado se siente “ausente de este mundo”, pues, “aunque habla de su ciudad, no es en este momento su ciudad, sino otra cosa más manejable, unas palabras que intentan representarla” (pág. 15). La novela, larga, y el tratado, breve, se hacen valer, la una por el otro, éste dentro de aquella, la novela es una efectuación del tratado, el mapa desplegado que resulta ser a su vez una copia, una representación, un reflejo del mundo, el libro como imagen del mundo, clisé. Es verdad que Angosta se quiere hacer valer también como un reloj que se adelanta, la nueva Jerusalém de los portadores del signo distintivo que se nos augura en el neo-Estado-ecuménico-militaro-industrial, sólo que aquello que la novela proyecta, la proliferación de los  Check Points, los muros visibles en la ciudad, en el país y en el mundo, resulta ser una reproducción calcada de lo ya demasiado visible. Ha caído el muro de Berlín y se han levantado otros, con vallas sofisticadas y a través de las porterías, los guardias, las colas en la embajada pidiendo visa y las colas en las terminales del aeropuerto de los países del Norte, y he aquí que los personajes de Angosta buscan una entrada, más bien que una salida, en esta vieja ciudad siempre sitiada, pues en el origen de la ciudad hay una máquina de guerra y no un simple lugar de comercio o de encuentro, o la lengua que nos es común, como se dice en el tratado de geografía y como cree Andrés Zuleta. Sobreabunda el clisé en Angosta: no es el espíritu ni es el deseo el que sopla dondequiera en esta novela y en su personaje Jacobo (pág. 11), sino las ganas. Clisé es el interrogatorio en el Check Point a la entrada del  joven poeta Andrés a Tierra Fría (pág. 20), y las reuniones de los Siete Sabios, los Verdugos de la ciudad, y las conversaciones interminables, tanto como “el intermedio jocoso”, el exhaustivo cotilleo en la librería de viejos de Jacobo...  

Es verdad que Angosta se quiere hacer valer también como un reloj que se adelanta, la nueva Jerusalém de los portadores del signo distintivo que se nos augura en el neo-Estado-ecuménico-militaro-industrial, sólo que aquello que la novela proyecta, la proliferación de los  Check Points, los muros visibles en la ciudad, en el país y en el mundo, resulta ser una reproducción calcada de lo ya demasiado visible.

  En el tratado de geografía, leemos con Camila: “Mientras la realidad siga siendo esa lacra, esta terrible herida histórica [se refiere en particular a la partición de la ciudad en tres sektores, de modo que el sektor de Tierra Fría sea como un club exclusivo para los ricos], lo constructivo [y que, dice el tratado, hacen los poetas y pensadores más dignos de Angosta] no es inventar una fábula rosa ni hacer un falso encomio del terruño, sino seguir reflejando la herida” (pág. 308, la cursiva es mía). La herida no supura por la carencia de salidas de vida para los desposeídos de la tierra, sino por la ausencia de entradas, en la cuenta bancaria, y de puertas a través de las cuales entrar a Paradiso (el sektor de Tierra Fría), y la herida consiste también en la carnicería cotidiana operada en la villa que es Medellín, o en el país que es Colombia, “y lo más serio: esta carnicería [precisa el autor del tratado] no la comete un enemigo externo ni se puede culpar de ella a un antagonista extranjero o a un enemigo étnico o religioso, sino que es perpetrada por poderes bien identificados nativos de la propia ciudad: por un lado, algunos de los grupos terroristas más feroces y despiadados de la tierra; guerrilleros polpotianos sin hígados[...] Y por el otro lado los grupos aliados del establecimiento, igualmente crueles” (pág. 309). He aquí, pues, el diagnóstico del tratado de geografía y de la novela, contenido en esta idea cara a los medios, clisé, presunto diagnóstico que es ya un síntoma de la guerra real, presente y pasada en este territorio, cuyos agentes actuales, nativos de la propia ciudad,  son apenas el primer plano que oculta y no deja ver a las verdaderas potencias diabólicas, foráneas y nativas, que se benefician de la guerra, incluídas las guerrillas, los principales medios de información -aún cierta literatura cortesana e inofensiva- y el establecimiento. Vaya usted a Bolivia, a Ecuador, a El Salvador o a Honduras, y aprecie las miserias de esta misma guerra -o de esta misma política que, para estos países colonizados, es la continuación de la guerra por otros medios- sin guerrillas. Uno huele la sangre seca en los códigos. En efecto, la guerra, antes de ser exterminio de bienes y de seres, es una empresa de desrealización: destruye lo real y lo reorganiza para engañar. Así que la copia, el reflejo de la herida, resulta ser tan irrisoria como las llagas que ostentan los indigentes en Tierra Templada: “llagas purulentas, pedazos desmembrados del cuerpo, bolsas con drenaje de heces o de sangre” (pág. 28), siendo entonces este mundo de la representación en la novela el mismo mundo del espectáculo, el montaje del horror cotidiano de las noticias de medio día en la tele, las sobras del banquete de los ricos con las que, según Andrés, se podrían alimentar muchos: “Y el atentado contra la libertad no es solamente que no te dejen salir [...] sino que no te dejen entrar, como hacen los potentes de hoy [...] herméticamente encerrados en sus castillos y fortalezas, donde gozan, con todo el egoísmo de que son capaces, de sus enormes riquezas, sabiendo que a muchos nos bastarían las sobras del banquete para ser más felices” (pág. 191), ideas estas ventiladas también por Jacobo en una discusión con el marido de su ex-esposa, este egoísmo de los dones (pág. 237) que no les permitía deshacerse de las sobras de la noche a la mañana. Si a ustedes les preocupa la miseria, le dice Jacobo a su interlocutor, abran las puertas, que aquí con lo que a ustedes les sobra podrían vivir millones de segundones (de Tierra Templada) y de tercerones (de Tierra Caliente). “Era triste e inútil, seguir discutiendo, se confiesa Jacobo. Si se negaba la igualdad de las personas, entonces se volvía a un período premoderno de la concepción del ser humano, y lo único que podía esperarse eran guerras y violencia, opresión y furor: precisamente lo que desde hace años venía sucediendo” (pág. 245). Esta idea trasnochada acerca de la igualdad de las personas: Está prohibido a ricos y pobres vivir bajo los puentes, como la de la paz -A los mejores defensores de la paz se les da de comer el cordero que bala-, ideas éstas sobre las que se acumulan montañas de cadáveres, hacen parte del mundo trucado y falseado, precisamente merced a la guerra, y envuelve las mentes de estos personajes aspirados por la altura en un arribismo irrefrenable, que Jacobo pretende conjurar juntándose con Candela, a quien encuentra en Tierra Caliente, y con quien se liga, igual que con Andrés de Tierra Templada, dándoles dinero de entrada, creando una falsa conexión con ellos y con los sektores que éstos representan, a falta de flujos vitales, dinámicos, persisten el dinero y el yo de Jacobo, a través de los cuales se engendran falsas relaciones, como puede apreciarse por el destino fatal de Andrés, propiciado a su vez por Jacobo, que lo conecta con Camila, la moza del celoso Señor de las Apuestas, y como se aprecia en el carácter de la relación final de Jacobo con Candela, el acuerdo donde él es el protector, el beneficiario, a falta de un genuino afecto compartido, “No me vas a echar culpas, abuelo, le dice Candela, si te dejo tirado y más solo que un perro” (pág. 365).

  El expediente usado por Abad en su novela, el tratado de geografía Angosta, escrito por un oscuro académico alemán, crea de entrada un distanciamiento propicio al desenfado, al tono de bonhomía que quisiera hacer valer el autor en el arranque de la novela. Sin embargo, la hermosa descripción de Colombia que comenzamos a leer con Jacobo en el tratado, ya termina mal: “Este territorio, desde hace un par de siglos, es conocido con el nombre que, si la historia del mundo no fuera una cadena de absurdas casualidades, debiera llevar toda América: Colombia” (pág. 12). Lección de historia patria: Cristóforo Colombo, también llamado Colón, es un héroe y hasta una especie de santo, este mismo Colón embaucador y precursor del secuestro en Colombia: Si se acaba el oro, cambiaremos esclavos por oro, escribe en carta a sus Altezas, que se embolsilló los diez mil maravedís prometidos por la Corona a quien primero viese Tierra, y que sin duda correspondían al marinero Rodrigo de Triana, el cual abjuró del cristianismo y se hizo mahometano por el desacato del cristiano. En la página siguiente del tratado, leemos el juicio y la condena de Angosta: Salvo el clima, que es perfecto, todo en Angosta está mal. Podría ser el paraíso, pero se ha convertido en un infierno (pág. 14), cantilena que vuelve una y otra vez a lo largo de la novela, como las fases en el delirio ciclotímico del maníaco depresivo, mal propiamente platónico de ascensos y caídas, Tierra Fría, Paradiso o sektor F, y Tierra Caliente, o sektor C, en la base del Salto, Boca del infierno, estribillo que vuelve también al final cuando, en la huída, sobrevolando en el avión, rumbo a la Patagonia, los estragos dejados abajo, Jacobo toma el tratado, “Abrió una página al azar [...] reconoció una frase que ya había leído, meses atrás [...] Salvo el clima, que es perfecto, todo en Angosta está mal. Podría ser el paraíso, pero se ha convertido en un infierno” (pág. 372). Dead End: Callejón sin Salida. Los personajes principales de esta novela, más bien que buscar una salida, buscan todos ellos una entrada: Jacobo, pendiente de su cuenta en divisas, el atracadorcito de ruana en Tierra Caliente que obliga a Jacobo a vestirlo con sus propias ropas de riquito, incluso Candela, salvo el personaje Dan del Hotel la Comedia, el matemaniático, que desprecia a los arribistas y parece moverse, igual que la novela, según la lógica del chiste que cuenta a Jacobo: el matemático es como el borracho que pierde por la noche sus llaves en la calle y las busca sólo en el círculo de luz que hace la lámpara, siendo que, más bien, el matemático es como un ciego que busca a un gato negro en un cuarto oscuro, y si se sale con la suya, Eureka, da a luz, pinta al gato negro, o al menos la sonrisa sin gato de Alicia en el país de las maravillas.

  Uno como lector hace un experimento con Angosta, y ya que ésta apela a una representación del horror y el espectáculo en un Teatro de la Comedia, la novela nos sumerge en las aguas cenagosas de una regresión derecho al hueco negro, en lugar de pintar el grito, lo cual nos permitiría afrontar las fuerzas invisibles, las potencias invisibles que hacen gritar, siendo que los poderes visibles, que son las guerrillas y el establecimiento, tanto como los mayores medios de información, ocupando el primer plano, demasiado visibles, nos desvían y despojan de nuestras fuerzas, dejándonos exhaustos. Así pues, Angosta comparte el mismo proceso regresivo y el mismo destino fatal del joven y sentimental poeta Andrés Zuleta, quien, buscando una entrada, es decir, una salida a su aspiración arribista que lo lleva a Tierra Fría, encontró la Boca del Infierno en la base del Salto, el “botadero de muertos”, adonde es conducido desde Tierra Fría vía la Fundación H, promotora de los “derechos humanos”, entidad que le da empleo a Andrés y le encomienda un informe sobre la acción perpetrada por fuerzas oscuras que medran en Angosta y tiran sus víctimas Salto abajo, este destino sellado aquí no exactamente por cuestiones políticas, sino por haber sido Andrés mal acompañado a este trabajo de campo, incauto como es, necesitando un fotógrafo y habiendo seguido el consejo de Jacobo, el cual, rascándose la cabeza, le sugirió que su amiga Camila podía servirle para tal efecto, esta Camila moza del Señor de las Apuestas, cuyo poder ya había sufrido Jacobo en carne propia luego de su salida con Camila a tomar ron con cocacola y bailar boleros en el sitio Lengua de Trapo -este nombre, ¿es por la intemperancia del personaje, o por la incontinencia del autor?: ¡374 páginas en Biblioteca Breve de Seix Barral!-, encuentro al que iba a seguir la golpiza ordenada por el rufián Señor de las Apuestas, habiendo sido recogido de la calle, Jacobo, herido, por el mismo Andrés que llegaba justo entonces al Hotel la Comedia que ambos comparten, el rico Jacobo y el pobre Andrés. La amenaza que le deja el Señor de las Apuestas: Si vuelve a salir con Camila, aunque sea para tomarse un tinto, va a conocer la base del Salto, esta amenaza la transfiere Jacobo al joven Andrés al juntarlo con Camila, pues al mero Salto llegan los sicarios del rufián la noche del trabajo de campo de Andrés, rufián que había sido advertido por la misma Camila, el ángel de la muerte, de su paradero esta noche, pillada con Andrés, el ángel caído, que deja un último poema tan irrisorio como su destino: “Hay un muerto flotando en este río/ y hay otro muerto más flotando aquí/ Esta es la hora en que los grandes símbolos/ huyen despavoridos: mira el agua/ Hay otro muerto más flotando aquí/ Alguien corre gritando un nombre en llamas [...]” (pág. 309). Mientras tanto, Jacobo sostiene el contacto con su cuenta en divisas en el Banco, cuenta que consulta en su computador al principio de la novela (pág.17), justo luego de leer en el tratado de geografía la descripción de la base del Salto, antiguo destino de suicidas, y adonde, según piensa, él no iría, pues, en este caso, “Me pegaría un tiro. O, mejor que eso, me haría pegar un tiro, que aquí es mucho más fácil y más barato. Pondría un aviso en el periódico: ‘Busco un sicario que me quiera matar. Honrosa (o jugosa, o al menos decorosa) recompensa’ ”(pág.17). Justo en este punto, presa del ojo del huracán del miedo, Jacobo “siente la apremiante necesidad de confirmar algo”, el monto de su cuenta en divisas, la herencia que le dejó su madre Rosa la difunta al morir, cuenta que vuelve a consultar al final, también presa de la tristeza y del miedo, cuenta intacta, y por la cual le reza “una oración de agradecimiento a su madre [...] que en últimas le había concedido quizá el mayor de los favores: no lo había vuelto rico, sino algo mucho más importante: lo había hecho libre, sin atarlo a una fortuna y sin dejarlo amarrado a la pobreza” (pág. 363). Jacobo, quien tampoco buscaba una salida sino la libertad con una entrada, pareciera encontrarla en el exilio, “en un país que no pidiera visa todavía”, en Argentina, y allí decide irse luego de que las fuerzas oscuras incendian su librería como en los tiempos de Farenheit 451, cincuenta años después, “pero sólo con Virginia [Candela], no sin ella [...] se sentía más monógamo y fiel que nunca en su vida; quería que Candela lo acompañara esta vez y siempre, con todo su deseo y con todas sus fuerzas. Había perdido la librería y la seguridad; quería algo firme.” Sentía que “había llegado el momento de envejecer en paz, amar la rutina y despertarse sin sed y sin ansias mirando siempre el mismo rostro y las mismas ojeras a su lado. Pensó en declarar todo esto que se le ocurría (estaba débil, sin duda, por dentro y por fuera), pero cuando Virginia llegó, al fin, por la  noche [...]” (pág. 364).  ¿Libre?
  
  El clisé -recuerdos que carecen de raíz emocional o intuitiva, y que a la postre lo obligan a uno a no ver nada nuevo- es el enemigo mortal del artista auténtico y de la imaginación viviente. Se quiere, tal vez sí, una representación, pero más fiel a la vida, esto es, explorar y conocer el lado oculto de la luna, conocer la manzana por todos los lados y no sólo por su frente. El ojo sólo ve frentes, y la mente, en general, se conforma con frentes, pero la imaginación necesita el alrededor, proyecta una curva hacia el otro lado, hacia el atrás de la apariencia presentada, así como el instinto necesita el interior de las cosas. Nos parece que Angosta está plagada de clisés y es quizá porque no hemos salido de la tenaza del miedo, a sabiendas de que si no emigramos del norte, en un devenir-menor que es como soñar en sentido contrario, jamás sabremos cómo es el sur.

PdL