Angosta
Héctor
Abad
Editorial Planeta
Bogotá, 2003
374 págs.
Más allá de su leve comienzo, esta novela
evoca a un vendedor de pararrayos, el que anuncia las tormentas, cargado con
los fierros que exhibe con ostentación, el augur no viene detrás de las
tempestades sino que las tempestades vienen detrás de él, o así lo quiere hacer
creer entrando al pueblo donde lo esperan los chicos y grandes ansiosos de
aventuras, resuelto a trazar mapas de
tormentas y huracanes, corriendo delante de ellos y llevando en los puños sus
bastones de hierro.
Ocurre que el escritor de veras, el poeta, es una especie de chivo
expiatorio, a la vez un rayo y un pararrayos, una esponja absorbente de los
males y desgracias de la época, abraza aquello que abrasa a la desgracia, que
la seca, de cierta manera, con su escritura singular y a través de la herida
que se extiende como una grieta en su cuerpo, transmuta la desgracia y hace
valer, mediante su expresión, una posición de deseo y una afirmación de vida,
aún tartamudeante, aún trastabillante.
Jacobo Lince, en la novela de Abad, oscila entre dos polos, el polo de
su cuenta en divisas, que supera el límite para ser socio del club Paradiso, un millón de dólares: “Podría
vivir en Tierra Fría, si quisiera”, y
el polo de Tierra Caliente, del Sur y
del Tercer Mundo, y he aquí que ambos afectos jalan de él, presa de un miedo
apenas temperado por el sexo, miedo abierto en Tierra Caliente, o moderado en
Tierra Fría, donde es el profe de inglés de la dama hija del don: “Nice to meet
you, I’m Jacob. What is your name?, dijo Jacobo con una voz que le temblaba”
(pág. 168), con rabia por un ambiente rico que lo intimida. En el otro polo, en
Tierra Caliente, come con su invitada Candela:
“Había en ella algo más que a él le repugnaba [...]: la manera de hablar.
Usaba, por ejemplo casi siempre el verbo colocar,
como si algún tabú se hubiera impuesto contra el verbo poner [...] También usaba la palabra diferente, nunca distinto”
(pág. 152). Más adelante, lo van a dejar en cueros en esta misma Tierra
Caliente, a él, tan distinguido, Jacobo, “los ojos cazadores, verdes, felinos,
sobre la piel muy oscura, quemada por el sol (o por un ancestro africano, vaya
uno a saber)” (pág. 55), corriendo desnudo por el sektor C con un aviso del Fin
del Mundo como hoja de parra: “Entre el
clochard y el teporocho,/ el joven asaltante ansioso de crack con navaja en
la mano,/ una mendiga de llagas supurantes,/ niños que combaten en las mil
guerras de ahora,/ leprosos, viejos anbandonados [...]” (pág. 221), poema del
que va a hacer eco el joven Andrés Zuleta en la cima del Salto, “Hay un muerto
flotando en este río [...]” (pág. 309), previa su caída fatal.
Angosta va
configurando su mapa a partir del “breve tratado de geografía” que el personaje
Jacobo Lince agarra -como si algún
tabú se hubiera impuesto contra el verbo coger- en su librería La Cuña, y alrededor del
yo que ostenta en su retrato de media página, dado por el autor en nota al pie
luego de la primera frase del libro: Abrió
el libro por la mitad y se lo acercó a la cara. Él, “harto de lirismo y de
literatura, quería leer algo sin huellas de ficción, sin amaneramientos ni
adornos, y por eso había agarrado el libro, en un arranque de curiosidad, en el
mismo momento en que salía de la librería sin despedirse de nadie” (pág. 13).
Escrito en el estilo “llano y exhaustivo de los profesores”, el libro que toma
Jacobo de su librería La Cuña, es un “breve tratado sobre la geografía de
Angosta, escrito por un oscuro académico alemán” (pág. 12). En la cubierta del libro aparece una acuarela del Salto del
Tequendama y el título; en la carátula de la novela de Abad, una reproducción
de un grabado del Salto, a partir de boceto de Humboldt, y el mismo título Angosta. Jacobo lee, detiene su lectura
un momento, se levanta y mira por la ventana: “Está lloviendo afuera, como en
el libro” (pág. 15). Leyendo el tratado se siente “ausente de este mundo”,
pues, “aunque habla de su ciudad, no es en este momento su ciudad, sino otra
cosa más manejable, unas palabras que intentan representarla” (pág. 15). La
novela, larga, y el tratado, breve,
se hacen valer, la una por el otro, éste dentro de aquella, la novela es una
efectuación del tratado, el mapa desplegado que resulta ser a su vez una copia,
una representación, un reflejo del mundo, el libro como imagen del mundo,
clisé. Es verdad que Angosta se
quiere hacer valer también como un reloj que se adelanta, la nueva Jerusalém de los portadores del signo distintivo que se nos augura en el
neo-Estado-ecuménico-militaro-industrial, sólo que aquello que la novela
proyecta, la proliferación de los Check Points, los muros visibles en la
ciudad, en el país y en el mundo, resulta ser una reproducción calcada de lo ya
demasiado visible. Ha caído el muro de Berlín y se han levantado otros, con
vallas sofisticadas y a través de las porterías, los guardias, las colas en la
embajada pidiendo visa y las colas en las terminales del aeropuerto de los
países del Norte, y he aquí que los personajes de Angosta buscan una entrada, más bien que una salida, en esta vieja
ciudad siempre sitiada, pues en el origen de la ciudad hay una máquina de
guerra y no un simple lugar de comercio o de encuentro, o la lengua que nos es
común, como se dice en el tratado de geografía y como cree Andrés Zuleta. Sobreabunda
el clisé en Angosta: no es el espíritu ni es el deseo el que
sopla dondequiera en esta novela y en su personaje Jacobo (pág. 11), sino las ganas. Clisé es el interrogatorio en el Check Point a la entrada del joven
poeta Andrés a Tierra Fría (pág.
20), y las reuniones de los Siete Sabios, los Verdugos de la ciudad, y las conversaciones interminables, tanto
como “el intermedio jocoso”, el exhaustivo cotilleo en la librería de viejos de
Jacobo...
Es verdad que Angosta se quiere hacer valer también como un reloj que se adelanta, la nueva Jerusalém de los portadores del signo distintivo que se nos augura en el neo-Estado-ecuménico-militaro-industrial, sólo que aquello que la novela proyecta, la proliferación de los Check Points, los muros visibles en la ciudad, en el país y en el mundo, resulta ser una reproducción calcada de lo ya demasiado visible.
En el tratado de geografía,
leemos con Camila: “Mientras la realidad siga siendo esa lacra, esta terrible
herida histórica [se refiere en particular a la partición de la ciudad en tres sektores, de modo que el sektor de
Tierra Fría sea como un club exclusivo para los ricos], lo constructivo [y que,
dice el tratado, hacen los poetas y pensadores más dignos de Angosta] no es inventar una fábula rosa ni hacer
un falso encomio del terruño, sino seguir
reflejando la herida” (pág. 308, la cursiva es mía). La herida no supura
por la carencia de salidas de vida para los desposeídos de la tierra, sino por
la ausencia de entradas, en la cuenta bancaria, y de puertas a través de las
cuales entrar a Paradiso (el sektor de Tierra Fría), y la herida consiste
también en la carnicería cotidiana operada en la villa que es Medellín, o en el
país que es Colombia, “y lo más serio: esta carnicería [precisa el autor del
tratado] no la comete un enemigo externo ni se puede culpar de ella a un
antagonista extranjero o a un enemigo étnico o religioso, sino que es
perpetrada por poderes bien identificados nativos de la propia ciudad: por un
lado, algunos de los grupos terroristas más feroces y despiadados de la tierra;
guerrilleros polpotianos sin hígados[...] Y por el otro lado los grupos aliados
del establecimiento, igualmente crueles” (pág. 309). He aquí, pues, el
diagnóstico del tratado de geografía y de la novela, contenido en esta idea
cara a los medios, clisé, presunto diagnóstico que es ya un síntoma de la
guerra real, presente y pasada en este territorio, cuyos agentes actuales, nativos de la propia ciudad, son apenas el primer plano que oculta y no
deja ver a las verdaderas potencias diabólicas, foráneas y nativas, que se
benefician de la guerra, incluídas las guerrillas, los principales medios de
información -aún cierta literatura cortesana e inofensiva- y el
establecimiento. Vaya usted a Bolivia, a Ecuador, a El Salvador o a Honduras, y
aprecie las miserias de esta misma guerra -o de esta misma política que, para
estos países colonizados, es la continuación de la guerra por otros medios- sin
guerrillas. Uno huele la sangre seca en los códigos. En efecto, la guerra,
antes de ser exterminio de bienes y de seres,
es una empresa de desrealización: destruye lo real y lo reorganiza para
engañar. Así que la copia, el reflejo de
la herida, resulta ser tan irrisoria como las llagas que ostentan los
indigentes en Tierra Templada:
“llagas purulentas, pedazos desmembrados del cuerpo, bolsas con drenaje de
heces o de sangre” (pág. 28), siendo entonces este mundo de la representación
en la novela el mismo mundo del espectáculo, el montaje del horror cotidiano de
las noticias de medio día en la tele, las sobras del banquete de los ricos con
las que, según Andrés, se podrían alimentar muchos: “Y el atentado contra la
libertad no es solamente que no te dejen salir [...] sino que no te dejen
entrar, como hacen los potentes de hoy [...] herméticamente encerrados en sus
castillos y fortalezas, donde gozan, con todo el egoísmo de que son capaces, de
sus enormes riquezas, sabiendo que a muchos nos bastarían las sobras del
banquete para ser más felices” (pág. 191), ideas estas ventiladas también por
Jacobo en una discusión con el marido de su ex-esposa, este egoísmo de los dones (pág. 237) que no
les permitía deshacerse de las sobras de la noche a la mañana. Si a ustedes les
preocupa la miseria, le dice Jacobo a su interlocutor, abran las puertas, que
aquí con lo que a ustedes les sobra podrían vivir millones de segundones (de Tierra
Templada) y de tercerones (de Tierra Caliente). “Era triste e inútil, seguir
discutiendo, se confiesa Jacobo. Si se negaba la igualdad de las personas,
entonces se volvía a un período premoderno de la concepción del ser humano, y
lo único que podía esperarse eran guerras y violencia, opresión y furor:
precisamente lo que desde hace años venía sucediendo” (pág. 245). Esta idea
trasnochada acerca de la igualdad de las personas: Está prohibido a ricos y pobres vivir bajo los puentes, como la de
la paz -A los mejores defensores de la
paz se les da de comer el cordero que bala-, ideas éstas sobre las que se
acumulan montañas de cadáveres, hacen parte del mundo trucado y falseado,
precisamente merced a la guerra, y envuelve las mentes de estos personajes
aspirados por la altura en un arribismo irrefrenable, que Jacobo pretende
conjurar juntándose con Candela, a quien encuentra en Tierra Caliente, y con
quien se liga, igual que con Andrés de Tierra Templada, dándoles dinero de
entrada, creando una falsa conexión con ellos y con los sektores que éstos representan, a falta de flujos vitales,
dinámicos, persisten el dinero y el yo de Jacobo, a través de los cuales se
engendran falsas relaciones, como puede apreciarse por el destino fatal de
Andrés, propiciado a su vez por Jacobo, que lo conecta con Camila, la moza del
celoso Señor de las Apuestas, y como se aprecia en el carácter de la relación
final de Jacobo con Candela, el acuerdo donde él es el protector, el
beneficiario, a falta de un genuino afecto compartido, “No me vas a echar
culpas, abuelo, le dice Candela, si te dejo tirado y más solo que un perro”
(pág. 365).
El expediente usado por Abad en su novela, el tratado de geografía Angosta, escrito por un oscuro académico
alemán, crea de entrada un distanciamiento propicio al desenfado, al tono de
bonhomía que quisiera hacer valer el autor en el arranque de la novela. Sin
embargo, la hermosa descripción de Colombia que comenzamos a leer con Jacobo en
el tratado, ya termina mal: “Este territorio, desde hace un par de siglos, es
conocido con el nombre que, si la historia del mundo no fuera una cadena de
absurdas casualidades, debiera llevar toda América: Colombia” (pág. 12).
Lección de historia patria: Cristóforo Colombo, también llamado Colón, es un
héroe y hasta una especie de santo, este mismo Colón embaucador y precursor del
secuestro en Colombia: Si se acaba el
oro, cambiaremos esclavos por oro, escribe en carta a sus Altezas, que se
embolsilló los diez mil maravedís prometidos por la Corona a quien primero
viese Tierra, y que sin duda correspondían al marinero Rodrigo de Triana, el
cual abjuró del cristianismo y se hizo mahometano por el desacato del
cristiano. En la página siguiente del tratado, leemos el juicio y la condena de
Angosta: Salvo el clima, que es perfecto,
todo en Angosta está mal. Podría ser el paraíso, pero se ha convertido en un
infierno (pág. 14), cantilena que vuelve una y otra vez a lo largo de la
novela, como las fases en el delirio ciclotímico del maníaco depresivo, mal
propiamente platónico de ascensos y caídas, Tierra
Fría, Paradiso o sektor F, y Tierra Caliente, o sektor C, en la base del Salto, Boca
del infierno, estribillo que vuelve también al final cuando, en la huída,
sobrevolando en el avión, rumbo a la Patagonia, los estragos dejados abajo,
Jacobo toma el tratado, “Abrió una página al azar [...] reconoció una frase que
ya había leído, meses atrás [...] Salvo el clima, que es perfecto, todo en
Angosta está mal. Podría ser el paraíso, pero se ha convertido en un infierno”
(pág. 372). Dead End: Callejón sin
Salida. Los personajes principales de esta novela, más bien que buscar una
salida, buscan todos ellos una entrada: Jacobo, pendiente de su cuenta en
divisas, el atracadorcito de ruana en Tierra Caliente que obliga a Jacobo a
vestirlo con sus propias ropas de riquito,
incluso Candela, salvo el personaje Dan del Hotel
la Comedia, el matemaniático, que desprecia a los arribistas y parece
moverse, igual que la novela, según la lógica del chiste que cuenta a Jacobo:
el matemático es como el borracho que pierde por la noche sus llaves en la
calle y las busca sólo en el círculo de luz que hace la lámpara, siendo que,
más bien, el matemático es como un ciego que busca a un gato negro en un cuarto
oscuro, y si se sale con la suya, Eureka, da a luz, pinta al gato negro, o al
menos la sonrisa sin gato de Alicia en el
país de las maravillas.
Uno como lector hace un experimento con Angosta, y ya que ésta apela a una representación del horror y el
espectáculo en un Teatro de la Comedia, la novela nos sumerge en las aguas
cenagosas de una regresión derecho al hueco negro, en lugar de pintar el grito, lo cual nos permitiría
afrontar las fuerzas invisibles, las potencias invisibles que hacen gritar,
siendo que los poderes visibles, que son las guerrillas y el establecimiento,
tanto como los mayores medios de información, ocupando el primer plano, demasiado
visibles, nos desvían y despojan de nuestras fuerzas, dejándonos exhaustos. Así
pues, Angosta comparte el mismo
proceso regresivo y el mismo destino fatal del joven y sentimental poeta Andrés
Zuleta, quien, buscando una entrada, es decir, una salida a su aspiración
arribista que lo lleva a Tierra Fría, encontró la Boca del Infierno en la base
del Salto, el “botadero de muertos”, adonde es conducido desde Tierra Fría vía
la Fundación H, promotora de los
“derechos humanos”, entidad que le da empleo a Andrés y le encomienda un
informe sobre la acción perpetrada por fuerzas
oscuras que medran en Angosta y tiran sus víctimas Salto abajo, este
destino sellado aquí no exactamente por cuestiones políticas, sino por haber
sido Andrés mal acompañado a este trabajo
de campo, incauto como es, necesitando un fotógrafo y habiendo seguido el
consejo de Jacobo, el cual, rascándose la cabeza, le sugirió que su amiga
Camila podía servirle para tal efecto, esta Camila moza del Señor de las Apuestas, cuyo poder ya
había sufrido Jacobo en carne propia luego de su salida con Camila a tomar ron
con cocacola y bailar boleros en el sitio Lengua
de Trapo -este nombre, ¿es por la intemperancia del personaje, o por la
incontinencia del autor?: ¡374 páginas en Biblioteca
Breve de Seix Barral!-, encuentro al que iba a seguir la golpiza ordenada
por el rufián Señor de las Apuestas, habiendo
sido recogido de la calle, Jacobo, herido, por el mismo Andrés que llegaba
justo entonces al Hotel la Comedia
que ambos comparten, el rico Jacobo y el pobre Andrés. La amenaza que le deja
el Señor de las Apuestas: Si vuelve a
salir con Camila, aunque sea para tomarse un tinto, va a conocer la base del
Salto, esta amenaza la transfiere Jacobo al joven Andrés al juntarlo con
Camila, pues al mero Salto llegan los sicarios del rufián la noche del trabajo de campo de Andrés, rufián que
había sido advertido por la misma Camila, el ángel de la muerte, de su paradero
esta noche, pillada con Andrés, el ángel caído, que deja un último poema tan
irrisorio como su destino: “Hay un muerto flotando en este río/ y hay otro muerto
más flotando aquí/ Esta es la hora en que los grandes símbolos/ huyen
despavoridos: mira el agua/ Hay otro muerto más flotando aquí/ Alguien corre
gritando un nombre en llamas [...]” (pág. 309). Mientras tanto, Jacobo sostiene
el contacto con su cuenta en divisas en el Banco, cuenta que consulta en su
computador al principio de la novela (pág.17), justo luego de leer en el
tratado de geografía la descripción de la base del Salto, antiguo destino de
suicidas, y adonde, según piensa, él no iría, pues, en este caso, “Me pegaría
un tiro. O, mejor que eso, me haría pegar un tiro, que aquí es mucho más fácil
y más barato. Pondría un aviso en el periódico: ‘Busco un sicario que me quiera
matar. Honrosa (o jugosa, o al menos decorosa) recompensa’ ”(pág.17). Justo en
este punto, presa del ojo del huracán del miedo, Jacobo “siente la apremiante
necesidad de confirmar algo”, el monto de su cuenta en divisas, la herencia que
le dejó su madre Rosa la difunta al
morir, cuenta que vuelve a consultar al final, también presa de la tristeza y
del miedo, cuenta intacta, y por la cual le reza “una oración de agradecimiento
a su madre [...] que en últimas le había concedido quizá el mayor de los
favores: no lo había vuelto rico, sino algo mucho más importante: lo había
hecho libre, sin atarlo a una fortuna y sin dejarlo amarrado a la pobreza”
(pág. 363). Jacobo, quien tampoco buscaba una salida sino la libertad con una entrada, pareciera encontrarla en el
exilio, “en un país que no pidiera visa todavía”, en Argentina, y allí decide
irse luego de que las fuerzas oscuras incendian
su librería como en los tiempos de Farenheit
451, cincuenta años después, “pero sólo con Virginia [Candela], no sin ella
[...] se sentía más monógamo y fiel que nunca en su vida; quería que Candela lo
acompañara esta vez y siempre, con todo su deseo y con todas sus fuerzas. Había
perdido la librería y la seguridad; quería algo firme.” Sentía que “había
llegado el momento de envejecer en paz, amar la rutina y despertarse sin sed y
sin ansias mirando siempre el mismo rostro y las mismas ojeras a su lado. Pensó
en declarar todo esto que se le ocurría (estaba débil, sin duda, por dentro y
por fuera), pero cuando Virginia llegó, al fin, por la noche [...]” (pág. 364). ¿Libre?
El clisé
-recuerdos que carecen de raíz emocional o intuitiva, y que a la postre lo
obligan a uno a no ver nada nuevo- es el enemigo mortal del artista auténtico y
de la imaginación viviente. Se quiere, tal vez sí, una representación, pero más
fiel a la vida, esto es, explorar y conocer el lado oculto de la luna, conocer
la manzana por todos los lados y no sólo por su frente. El ojo sólo ve frentes,
y la mente, en general, se conforma con frentes, pero la imaginación necesita
el alrededor, proyecta una curva hacia el otro lado, hacia el atrás de la
apariencia presentada, así como el instinto necesita el interior de las cosas.
Nos parece que Angosta está plagada
de clisés y es quizá porque no hemos salido de la tenaza del miedo, a sabiendas
de que si no emigramos del norte, en un devenir-menor que es como soñar en
sentido contrario, jamás sabremos cómo es el sur.