Este artículo, publicado originalmente en lecturas Críticas No. 6-7, se recupera aquí hoy 15 de mayo de 2012, luego del fallecimiento de Carlos Fuentes a sus 83 años en el Hospital Ángeles del Pedregal de México D.F.
Por Carlos Castillo Quintero
Contra el agua, días de fuego.
Contra el fuego, días de agua.
Octavio Paz, Calendario.
A partir de 1915
Mariano Azuela, médico militar de las fuerzas revolucionarias de Julián Medina,
comenzó a publicar por entregas su novela Los
de abajo, reunida como libro hacia 1917. Se inicia entonces lo que se ha
llamado la novela de la revolución
con gran auge a partir de 1931 con Vámonos
con Pancho Villa la primera novela de Rafael Muñoz y La asonada de José Mancisidor, pasando por obras fundamentales como
Memorias de Pancho Villa (1940) de
Martín Luis Guzmán y Se llevaron el cañón
para Bachimba (1941) de Rafael Muñoz; hasta llegar a novelas contemporáneas
como Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo
y La muerte de Artemio Cruz (1962) de
Carlos Fuentes, entre muchas otras. En estas novelas los escritores mexicanos dan
razón de lo que pasó en su país durante las tres décadas de la dictadura de Porfirio
Díaz; del desarrollo del movimiento revolucionario iniciado en su contra en 1910
con figuras míticas como Francisco Madero, Pancho Villa o Emiliano Zapata y,
finalmente, sobre lo sucedido después de 1917 con la promulgación de la Constitución Revolucionaria que aún hoy
tiene vigencia[1].
Sesenta años después de la revolución, en 1981, Carlos Fuentes
publica Agua quemada, cuarteto narrativo[2] libro en el que enfrenta al pasado con
el presente de la sociedad mexicana, en un juego de espejos fraccionados que ya
antes había manejado con maestría. El cuarteto
lo integran los relatos “El día de las madres”, “Estos fueron los palacios”,
“Las mañanitas” y “El hijo de Andrés Aparicio” que responden a una estructura
de filigrana en donde la línea vital de los personajes en ocasiones se entrecruza
y en otras mantiene una paralela que configura el espacio de las acciones,
constituyendo un corpus narrativo que algunos estudiosos han clasificado como novela[3].
Así, el general Vicente Vergara del primer relato, paga la renta de doña Manuelita
su antigua sirviente y personaje del segundo; Federico Silva, el aristócrata
del tercer relato, es el casero de doña Manuelita; y en el último relato el abuelo
de los Aparicio, don Bernabé, se devela como el antiguo ayudante de campo del
general Vergara.
Por su riqueza literaria y su vínculo
directo con la novela de la revolución,
vamos a ocuparnos de “El día de las madres”, el primer relato del libro. Allí
se reúnen tres generaciones y con ellas a gran parte de la sociedad mexicana
del siglo XX representada por el general Vicente Vergara, veterano de las
guerras revolucionarias; por su hijo el licenciado Agustín Vergara, aristócrata
de una clase social emergente; y por Plutarco Vergara, el nieto, niño rico
asiduo de casas de putas, quien es el narrador y relata desde un presente que
dista algo más de una década del presente de la narración, pues cuando se dan los
hechos tiene 19 años y cuando los narra ya ha cumplido 30.
La incomunicación es una constante
en los personajes. El viejo general no habla con su hijo Agustín, y éste apenas
habla con Plutarco. El general vive en el pasado, en la revolución; el licenciado es un figurín de la escena social de
la capital… “un guevón que se encontró con la mesa puesta” (p.21), y el nieto está
inmerso en una crisis de personalidad que habrá de llevarlo hacia su
“liberación”.
Estos tres varones literarios,
representantes del México moderno, jalan el relato con la ausencia total de sus
mujeres: la abuela Clotilde “que sí sabía llevar una casa” (p. 40) y Evangelina,
la madre de Plutarco, “una huila” que
deshonró al hijo del general. La ausencia, “la mutilación”, se convierte entonces
en otra constante de este primer relato ─y de todo el libro─ y a ella alude su
título: “El día de las madres”, ya que estas madres sólo son una tumba en el
Panteón Francés a la que los Vergara llevan flores todos los 10 de mayo.
Pero quizá lo de mayor relevancia en
este relato se resuma en el pedimento que el nieto hace al general mientras le
ayuda con su baño. Dice Plutarco: ─No
quiero quedarme fuera del dolor, abuelo. (p. 26). Ya antes había dicho: ─Me hubiera gustado castrar a alguien, como
usted… (p. 23). Así, se configura la infancia de México como nación, y la de
otros países latinoamericanos que arriban al siglo XXI con el dolor y la
violencia como su herencia natural.
Y es aquí cuando se valida la figura de
Pancho Villa, el campesino que se convirtió en caudillo de la revolución. Otro alzado
contra la dictadura, contra el Gobierno, el hambre, la injusticia. Doroteo
Arango Aránbula quien decidió llamarse Pancho Villa pero que podría haber
elegido otro nombre: Naun Briones, el ecuatoriano; Guadalupe Salcedo o Dúmar
Aljure, los colombianos; o apodarse El
Tilcuate, igual que el revoltoso personaje de Rulfo; o pertenecer a la estirpe
condenada de militares tristes que se inicia con Aureliano Buendía. No, se
llamó Pancho Villa y hace un siglo viene ganando y perdiendo guerras en todos
los países latinoamericanos.
Escuchemos la reminiscencia que el
general Vicente Vergara hace de Pancho Villa, y que comparte con su nieto:
«─Óyeme, chamaco, una cosa era Villa cuando salió de la nada, de las montañas de Durango, y él solito arrastró a todos los descontentos y organizó la División del Norte que acabó con la dictadura del borracho Huerta y sus Federales. Pero cuando se puso contra Carranza y la gente de ley, ya fue otra cosa. Quiso seguir guerreando, a como diera lugar, porque ya no podía detenerse. Después de que Obregón lo derrotó en Celaya, el ejército se le desbandó a Villa y todos sus hombres volvieron a sus milpas y a sus bosques. Entonces Villa fue a buscarlos, uno por uno, a convencerlos de que había que seguir en la bola, y ellos decían que no, que mirara el general, ya habían regresado a sus casas, ya estaban otra vez con sus mujeres y sus hijos. Entonces los pobres oían unos disparos, se volteaban y miraban sus casas en llamas y sus familias muertas. “Ya no tienes ni casa, ni mujer, ni hijos ─les decía Villa─ mejor síguele conmigo.”» (p. 15).
Mejor
síguele conmigo,
a ese llamado había atendido el general Vergara durante décadas “pues anduvo
con todos y a todos sirvió, por turnos” (p. 16) y a todos sobrevivió. Hombre recio que perdió su fortuna amasada en
los tiempos de la revolución por
confiar en su hijo, el licenciado Agustín, que cambió la vocación de la tierra
y se puso a cultivar amapola, a traficar con heroína, a confiar en los gringos…
El general Verga-ra que berreó como
un infante al perder su única y quizá última batalla contra la oruga dispuesta
que le aguardó durante más de media hora entre las piernas de la Judith, una veterana virgencita de la
casa de la Bandida a donde lo llevó
su nieto, Plutarco, el mismo que hizo bautizar con ese nombre en honor al jefe
máximo de la revolución, don Plutarco Elías Calles, su nieto imberbe que sí se
cogió a la Judith, en sus narices, mientras los mariachis entonaban el “Siete
leguas”, el caballo más querido de Pancho Villa.
Así, en “El día de las madres”, Fuentes
traza el mapa de la sociedad mexicana contemporánea y de “México, ciudad
voluntariamente cancerosa” (p. 37).
Se han ganado y perdido batallas,
guerras, gentes… Pancho Villa va y viene de un extremo a otro de Latinoamérica
y para qué… “como el coño de la puta Judith, que usted ya no se pudo coger y yo
sí y para qué, abuelito.”(p. 37).
¿Para qué?
[1] Esta narrativa tendría su equivalente en la
literatura colombiana en la denominada novela
de la Violencia, con obras como El
Cristo de espaldas (1952) de Eduardo Caballero Calderón, La mala hora (1962) de Gabriel García
Márquez, El día señalado (1964) de
Manuel Mejía Vallejo y Cóndores no
entierran todos los días (1972) de Gustavo Álvarez Gardeazábal, entre
otras.
[2] Carlos Fuentes,
Agua quemada, F.C.E. México, 1981.
[3] Ver: Marina Gálvez Ácero, Agua quemada, imagen de la desintegración
actual de la estructura lógica del proceso histórico-cultural mexicano. En:
Anales de literatura hispanoamericana,
núm. 13. Ed. Univ. Complutense, Madrid, 1984.