La canción de la luna
Juan Carlos Garay
Editorial Icono
Bogotá, 2011
178 Páginas
La luna siempre ha sido motivo de diversos cantos en el decir poético universal. En la novela La canción de la luna de Juan Carlos Garay, no podemos decir que la habita una luna casta y virginal, aunque en Garay sigue siendo una luna romántica, no obstante estar pisoteada por el hombre de ahora, desde Neil Armstrong hasta Vicentico Valdés.
La luna que habita su novela persigue en ella fines científicos, en alguna parte de su historia, en las travesías del monje Leopoldo Caruso, en un campamento de poetas, se sucede un ritual de ofrenda a la luna, el protagonista sostiene este diálogo con el poeta salvadoreño Aristides Pineda, especie de heterónimo de poesía rimbombante al que Garay acude para subrayar su gusto por lo astronómico como génesis de la trama aquí propuesta, no por nada el propio autor tuvo la posibilidad de realizar, tiempo antes de la redacción de esta novela, un diplomado en Astronomía, fruto de su reciente residencia en la Argentina:
“Verá ud, nos preocupa lo que pueda pasarle a la luna. Hace unos años, cuando unos ingenieros de Winsconsin analizaron las muestras de rocas que recogió el Apolo 17, descubrieron que contienen burbujas de un gas llamado helio-3. Entonces fue cuando supimos que la luna no solo refleja la luz del sol sino que también atrae el gas del viento solar. La tierra no lo tiene porque la atmósfera le bloquea el paso, pero en cambio ese satélite allá arriba es como un imán. Y resulta que el helio-3 es una fuente de energía tan poderosa que supera cualquier hidrocarburo que ud me pueda mencionar en este momento. Con sólo excavar cuatrocientos metros cuadrados de suelo lunar, a una profundidad de tres metros, se tendría suficiente energía para darle un año de electricidad a todo Frisco. Es un hecho irreversible, amigo mío, la minería lunar viene en camino”.En el espacio de San Francisco por el que se mueven los pocos personajes que pueblan el universo de La canción de la luna, pierde ese tono y tal vez como lo propusiera Kant, refiriéndose al hombre en el universo, la luna ya no es la cosa en sí, es decir apenas para ser cantada, sino es la cosa para sí, hace parte de ese arsenal de la minería lunar de la que con acierto poetiza Garay. En su saga lanza una suerte de hipótesis en el sentido en que uno de los anhelos de los poetas es escribir un poema a la luna desde la luna y para eso aparece un personaje en la historia el poeta-astronauta Neal Teagarden, ya en el suelo lunar dice: “La poesía debe ir más allá de las palabras”. “La poesía debe incluir también el acto”. Toda su vida fue una preparación para el acto poético de índole cósmica que estaba a punto de cometer”. Qué será de los poetas sin esa luna misterio, esa luna que cuando se vuelva propiedad privada de los imperios ya ni siquiera aretes se le podrán dibujar.
Leopoldo Caruso (el monje protagonista), descubre que no encuentra el pináculo de la iluminación porque se apodera de él aquel embrujo llamado blues. Un coleccionista de música rescata y restaura la guitarra que le perteneció a la leyenda del blues Charley Patton. Ambos personajes están por juntarse en pleno centro de San Francisco, donde vivirán episodios insólitos como el encuentro con una cofradía de poetas, de donde se desprende el diálogo arriba mencionado, que busca evitar la explotación industrial del helio, combustible que yace bajo la superficie de la luna. Novela que la trasunta poesía y ciencia, poesía y astronomía.
Sus dos novelas, La nostalgia del melómano y La canción de la luna, las abrigan discadas de sonidos que se convierten en bandas sonoras. Desde luego esto no es nuevo en un género tan abierto como es la novela, en ella cabe todo, y de eso dan razón novelistas como Julio Cortázar en algunos de sus cuentos como “El Perseguidor”, pero especialmente en su novela Rayuela o Boris Vian quien fuera trompetista de jazz, miembro de la cofradía de patafísicos; en la novela firmada por unos de sus más sanguinolentos heterónimos, Escupiré sobre vuestra tumba, en la cual discurre el jazz de los años 30 y 40, como Dizzy Gillespie o el saxofonista León “Chuck” Berry junto a Wiliam Christhoper Handy compositor y músico de blues. A propósito de Vian vale la pena llamar la atención sobre otro de los aspectos más notorios en la narrativa de Garay, y que suele ser frecuente en la obra del escritor francés, se trata de la antropomorfización como ‘fantasía’ recurrente, por cuanto el staff de personajes incluyen la imagen peremne de lo animal, acaso lugar común en cualquier postal que se relacione con la luna, el lobo que aulla desde una carta del tarot, la noche replegada entre gatos furibundos que husmean entre callejas y techos con la redonda y brillante dama como testigo. Las discadas de La canción de la luna conducen a Jimmy Rushing y Charley Patton al viaje lastimero del blues. Jimmy Rushing en el año 1938, empieza el viaje de una saga cuyos protagonistas se embeben con la luna: El Monje caruso deserta una noche de luna llena pero lo atrapa un lobo feroz, milagrosamente se zafa del hambriento animal y termina en compañía de un camionero (Rondamon) quien le cuenta las razones de su oficio y lo que transporta 24.000 fresas diarias. El Monje Caruso en su periplo resulta en una tienda de discos y allí se narra la historia de la famosa guitarra que conserva la nana de Charlie Patton y que se convierte en ícono para los músicos de San Francisco.
En este suceder en la vida del Monje se desenvuelve una historia de amor entre el docente-monje y una joven estudiante (Arcoíris Angélica) en escenas un tanto eróticas, con cierto sabor a chantaje por el asunto de las notas, que hilvanan un merodeo carnal que sacan la historia de ese puritanismo de dogmas religiosos propios de un monje poco convencido de hallar el nirvana o cualquier otra forma de pureza.
La historia atrae en cuanto a la arquitectura de su composición y la especulación científica, pero se excede en cierto lirismo hueco y a veces ingenuo tras el cual sigue prevaleciendo el pretexto principal de esta segunda novela de Garay, el hablar de lo sabido, el hacer periodismo cultural distrazado de cruzada narrativa, el traer a colación toda suerte de musicos y anecdotas para tomar como propias sus historias en pos de escribir una novela plagada de sincretismos. Por allí, se asume, como se desprende de una locución radial más o menos reciente, la intención primera de llegar al examen superficial de lo oriental en medio del letargo kitsch del jazz, todo bien disfrazado tras una bruma poética que esconda los defectos generales de La cancion de la luna.
Por lo demás, más allá del parapeto y los breves ensayos sapienciales, hay que retroceder para leerla como se debe, detras de tanta gesta mística y de tanto jam, la novela resulta un singular divertimento que significa una suerte de breve continuación de su novela como primerizo, y de la cual ha tomado, como se verá, un par de elementos a los que dará continuidad en este nuevo libro, otra puerta para que el melomano Garay nos informe más sobre sus afectos.