Por Carlos Enrique Pachón
After dark
Haruki Murakami
Tusquets, Andanzas
Barcelona, 2008
323 páginas.
Cuando se trata de imágenes nocturnas de las metrópolis contemporáneas, las luces de neón, las fluorescencias, los avisos electrónicos y luminosos son los primeros referentes, más si se trata de una ciudad de contrastes, sofisticada pero imprevisible como lo es aquel Tokio que Haruki Murakami dibuja desde la instantánea de las noches de música e insomnio, cualquiera sea la razón metafísica que permite el encuentro de los disimiles personajes que el autor japonés, amante del jazz y amigo de un tono cinematográfico de contrastes a ratos surreales o enigmáticos, ha querido mostrar en esta novela. After Dark empieza de esta forma. Con un lenguaje de kinetoscopio, el autor nos muestra, desde las alturas, el perfil de una gran ciudad, Tokio. Y para ampliar el impacto de la toma aérea, extiende el enfoque de su “cámara” y nos dice que “la ciudad parece un gigantesco ser vivo. O el conjunto de una multitud de corpúsculos entrelazados. Innumerables vasos sanguíneos se extienden hasta el último rincón de ese cuerpo imposible de definir, transportan la sangre, renuevan sin descanso las células”. Dicho de esta manera, la ciudad es el réptil gigantesco que siempre ha azotado las calles y que sugiere una poética de espacios, aquí somatizada por el vaho de la noche y la soledad compartida de transeúntes que recorren el tiempo del relato, sorteando sus recuerdos y sus propias miserias humanas.
La narración continúa en Dennys, cinco minutos para las doce de la noche. Mari Asai, está dentro de la cafetería e intenta leer un libro. Al fondo se escucha Go away little girl de Percy Faith. Todo es anodino, común y cotidiano. El autor lo describe así, y enfatiza en la particularidad de estos lugares en hacer sentir a sus clientes como seres anónimos y reemplazables. Un joven entra al lugar y repara en ella, se acerca y entabla una conversación. Al principio Mari es esquiva, no desea mantener el diálogo, pero poco a poco van teniendo puntos de discusión. Él conoce a la hermana de Mari, Eri. Sobre ella girará la conversación. A partir de esta escena, igualmente intrascendente, se van a originar los siguientes escenarios de la novela, reafirmando que no hay casualidades. El joven se llama Takahashi y ensaya en la noche con un grupo de jazz. Una banda sonora particular va cubriendo la lectura, dando a esa estática nocturna un aire tanto más citadino en la medida que el lector encuentra esos sonidos tan ajenos y sin embargo personales que encarna el jazz, como ese Five spot after dark, en la versión de Curtis Fuller, que el joven tararea seguido de esta distante desconocida.
Murakami da inicio a cada episodio de manera un tanto cinematográfica, según ha sido una de sus costumbres, un lenguaje que va de lo visual a una especie de metafísica independiente y a menudo caprichosa dentro de la forma narrativa y la puesta en escena de los hechos, un escritor de guiones (como lo exige decir Guillermo Arriaga) que ha sabido ver en la realidad el lado espectral de la existencia. Describe los espacios, la manera en que están dispuestas las cosas y las personas. Se detiene de forma obsesiva en la ropa que cada personaje usa, en el caso de Mari dice que lleva puesta “sudadera gris con capucha, pantalones vaqueros, zapatillas deportivas de color amarillo desteñidas tras múltiples lavados”. Así lo hace con todos los personajes. En apariencia, el narrador no agrega detalles, es neutro, no se atreve a opinar, como si un velo trasluz no le permitiera tocar las cosas, pero hay algo latente en ese lago de aguas tranquilas. A medida que describe y narra se siente que un suceso escandaloso va a ocurrir, y en la medida que Mari sigue contactándose con otras personas, uno siente ese staccato musical anunciándose desde la calma progresiva de un relato bañado por la realidad de una ciudad que parece dormir detrás de ellos.
Mari sigue allí, detenida, en aquella cafetería parca y común, son las doce y veinticinco de la noche, al fondo del relato se escucha More de Martin Denny. Más tarde, Kaoru, amiga de Takahasi, aparece en escena. Trabaja en un love-hotel llamado extrañamente Alphaville, al igual que el filme de François Truffaut. Una prostituta ha sido brutalmente golpeada y nadie, aparte de Mari, podría entenderle en aquel chino mandarín lleno de lágrimas y sangre cubriendo la habitación donde minutos antes un hombre la había cogido con ella pese a un repentino inconveniente. El hombre que ha agredido a la mujer ha sido identificado por las cámaras del Alphaville, su nombre es Shirakawa y trabaja en la noche en Veritech, como ingeniero de sistemas. Mientras trabaja escucha una cantata de Scarlatti interpretada por Brian Asawa.
Al tiempo que todo esto ocurre y capitulado de forma pasiva pero expectante, Murakami describe una situación desde el paneo parcial y a ratos onírico de un lente que espía otro espacio, fuera de la acción principal descrita en el libro. Eri Asai, hermana mayor de Mari, duerme en su habitación, desde hace dos meses. Un día anunció que su trabajo de modelo no le permitía dormir bien y que iba a hacerlo hasta descansar a satisfacción. Pero esta decisión se ha extendido demasiado. Parece dormir tranquilamente, no obstante también quiere despertar, la conciencia exige, por momentos despertar. Mientras duerme, sin mover siquiera los parpados, el televisor apagado refleja otra habitación similar, en donde un hombre sin rostro –una luz brillante en su cara-, sentado en una silla giratoria mira a Eri a través del televisor. En ocasiones, ella aparece en la habitación que se refleja en el televisor, y despierta sin saber de sí.
Como novela, After dark es, por igual, una salutación de la nocturnidad y de la melomanía siempre latente de Murakami. Transcurrida entre las 5 a.m. y las 6 y 52 a.m., justo cuando la ciudad despierta para recibir el otoño nipón, la narración se muestra, desde sus intervalos descriptivos y sus diálogos o situaciones específicas, en una suerte de “tiempo paralelo” que más tarde se concreta en un arrebato parecido a esos tutti musicales que ponen en situación los instrumentos de una orquesta, entregados a la luz de la noche. La luminosidad de Tokio se ve de imprevisto interrumpida cuando la oscuridad empieza a desvanecerse, justo antes de la luz del día, luego de la calma del jazz y el aliento helado de la madrugada que reconoce los rostros de sus habitantes soñolientos.
La narración continúa en Dennys, cinco minutos para las doce de la noche. Mari Asai, está dentro de la cafetería e intenta leer un libro. Al fondo se escucha Go away little girl de Percy Faith. Todo es anodino, común y cotidiano. El autor lo describe así, y enfatiza en la particularidad de estos lugares en hacer sentir a sus clientes como seres anónimos y reemplazables. Un joven entra al lugar y repara en ella, se acerca y entabla una conversación. Al principio Mari es esquiva, no desea mantener el diálogo, pero poco a poco van teniendo puntos de discusión. Él conoce a la hermana de Mari, Eri. Sobre ella girará la conversación. A partir de esta escena, igualmente intrascendente, se van a originar los siguientes escenarios de la novela, reafirmando que no hay casualidades. El joven se llama Takahashi y ensaya en la noche con un grupo de jazz. Una banda sonora particular va cubriendo la lectura, dando a esa estática nocturna un aire tanto más citadino en la medida que el lector encuentra esos sonidos tan ajenos y sin embargo personales que encarna el jazz, como ese Five spot after dark, en la versión de Curtis Fuller, que el joven tararea seguido de esta distante desconocida.
Murakami da inicio a cada episodio de manera un tanto cinematográfica, según ha sido una de sus costumbres, un lenguaje que va de lo visual a una especie de metafísica independiente y a menudo caprichosa dentro de la forma narrativa y la puesta en escena de los hechos, un escritor de guiones (como lo exige decir Guillermo Arriaga) que ha sabido ver en la realidad el lado espectral de la existencia. Describe los espacios, la manera en que están dispuestas las cosas y las personas. Se detiene de forma obsesiva en la ropa que cada personaje usa, en el caso de Mari dice que lleva puesta “sudadera gris con capucha, pantalones vaqueros, zapatillas deportivas de color amarillo desteñidas tras múltiples lavados”. Así lo hace con todos los personajes. En apariencia, el narrador no agrega detalles, es neutro, no se atreve a opinar, como si un velo trasluz no le permitiera tocar las cosas, pero hay algo latente en ese lago de aguas tranquilas. A medida que describe y narra se siente que un suceso escandaloso va a ocurrir, y en la medida que Mari sigue contactándose con otras personas, uno siente ese staccato musical anunciándose desde la calma progresiva de un relato bañado por la realidad de una ciudad que parece dormir detrás de ellos.
Mari sigue allí, detenida, en aquella cafetería parca y común, son las doce y veinticinco de la noche, al fondo del relato se escucha More de Martin Denny. Más tarde, Kaoru, amiga de Takahasi, aparece en escena. Trabaja en un love-hotel llamado extrañamente Alphaville, al igual que el filme de François Truffaut. Una prostituta ha sido brutalmente golpeada y nadie, aparte de Mari, podría entenderle en aquel chino mandarín lleno de lágrimas y sangre cubriendo la habitación donde minutos antes un hombre la había cogido con ella pese a un repentino inconveniente. El hombre que ha agredido a la mujer ha sido identificado por las cámaras del Alphaville, su nombre es Shirakawa y trabaja en la noche en Veritech, como ingeniero de sistemas. Mientras trabaja escucha una cantata de Scarlatti interpretada por Brian Asawa.
Al tiempo que todo esto ocurre y capitulado de forma pasiva pero expectante, Murakami describe una situación desde el paneo parcial y a ratos onírico de un lente que espía otro espacio, fuera de la acción principal descrita en el libro. Eri Asai, hermana mayor de Mari, duerme en su habitación, desde hace dos meses. Un día anunció que su trabajo de modelo no le permitía dormir bien y que iba a hacerlo hasta descansar a satisfacción. Pero esta decisión se ha extendido demasiado. Parece dormir tranquilamente, no obstante también quiere despertar, la conciencia exige, por momentos despertar. Mientras duerme, sin mover siquiera los parpados, el televisor apagado refleja otra habitación similar, en donde un hombre sin rostro –una luz brillante en su cara-, sentado en una silla giratoria mira a Eri a través del televisor. En ocasiones, ella aparece en la habitación que se refleja en el televisor, y despierta sin saber de sí.
Como novela, After dark es, por igual, una salutación de la nocturnidad y de la melomanía siempre latente de Murakami. Transcurrida entre las 5 a.m. y las 6 y 52 a.m., justo cuando la ciudad despierta para recibir el otoño nipón, la narración se muestra, desde sus intervalos descriptivos y sus diálogos o situaciones específicas, en una suerte de “tiempo paralelo” que más tarde se concreta en un arrebato parecido a esos tutti musicales que ponen en situación los instrumentos de una orquesta, entregados a la luz de la noche. La luminosidad de Tokio se ve de imprevisto interrumpida cuando la oscuridad empieza a desvanecerse, justo antes de la luz del día, luego de la calma del jazz y el aliento helado de la madrugada que reconoce los rostros de sus habitantes soñolientos.