Por Sophia Vázquez Ramón
La hierba roja
Boris Vian
Tusquets
España, 2007
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La espuma de los días
Boris Vian
Editorial Bruguera
España, 1978
253 páginas
L’Écume des jours
“En realidad, sólo existen dos cosas importantes: el amor, en todas sus formas, con mujeres hermosas, y la música de Nueva Orleans o de Duke Ellington. Todo lo demás debería desaparecer porque lo demás es feo.”
Así declara, a modo de exordio, un Boris Vian suspendido en la memoria de dos ciudades para él desconocidas, Memphis y Davenport, y desde las que ha escrito La espuma de los días, un esplendido paisaje de afectos, gastronomía y música en el que ya los excesos simbólicos son materia patafísica1, puesto que lo inverosímil, lo irreal o lo sobrenatural, campean en los mismos terrenos de la ficción en que lo posible se puede o no dar de forma narrativa y consecuente. Desde su trabajo como escritor, Vian tiene a bien desdoblarse como autor, de la mano de un escritor de novela negra –Vernon Sullivan– que le da censura pero bastante permisividad editorial y literaria, junto a un ortónimo algo vanguardista a quien la crítica no vio en sus verdaderas dimensiones sino de manera algo tardía; distintos el uno del otro por una especie de sobrefiguración de lo grotesco y la caricatura, Vian hizo en su obra personal una apuesta un tanto más psicológica en la medida que se hizo del lenguaje para jugar a afincar mecánicas absurdas en las que el camino de su postura patafísica hiciera posible que empresas suyas como alguna que, siendo ingeniero, plasmara desde la ciencia de Alfred Jarry y según la cual las autopistas sufrían una algo infantil transformación sin que los coches experimentaran los percances propios que la gravedad y el sentido común demandaban.
Primera novela ‘autentica’ de Vian, según él mismo refiere, L’écume des jours (1945-1947) trata la historia de un bailarín joven y rico, enfrentado a un amor lastimosamente sesgado por la enfermedad. Entre tanto, el lenguaje hace que lo sublime se esconda lúdicamente tras el simbolismo que emana de ese vademécum de extrañas situaciones y platos servidos de la manera automática y poco alimenticia que tendría una cocina surrealista. Se trata, de esta manera, de dos historias de amor llevadas casi paralelamente: la fatídica relación entre Colin y Chloé –esta última estrechamente emparentada con un tema de jazz de Ellington– junto a la aburrida relación de Chick y Alise, enmarcada por la manía literaria alrededor de un tal Jean-Sol Partre, entre otras cosas, igual de ‘inflamable’ que aquel existencialista a quien de seguro refiere. La espuma de los días entró a concurso en su momento al celebre premio de la Pléiade y su fracaso editorial fue tal que Gallimard se abstuvo de publicarle en adelante, sacándolo por el momento de la escena literaria francesa.
“Uno de esos raros libros de la juventud de estos tiempos”, según asegura Noël Arnaud en su introducción a las obras completas de Vian, La espuma de los días no fue en su momento un libro
que mereciera consideración aparte de algo de atención prestada por el clan de la patafísica que le secundaba en sus empresas ‘inútiles’. Novela de malos presagios, eleva el patetismo al nivel de las tragedias humanas: padecimiento, belleza resquebrajada, crimen, suicidio, locura. Resuma por su mismo carácter, en contrastes y poesía, un juego verbal y simbólico tras el cual los atisbos inverosímiles de humor o representación fuera del discurso, son el soporte de esa noción de tristeza sabida que recorre las páginas del libro, a sabiendas que nada puede haber aquí sino decepción y pérdida irreparable. Una novela-jazz cuya música de Ellington discurre entre la ironía de los días que corren hasta desvanece, un espejo del blues negro norteamericano también visto en las obras de Sullivan, su contraparte asesina y realista.
La máquina del tiempo
Boris Vian nació en Ville D’Avray, suburbio de París, en 1920. Desde temprana edad comenzó a sufrir problemas de salud: tuvo ataques de reumatismo cardíaco y luego fiebre tifoidea. A los 20 años se inaugura como interprete de jazz norteamericano en una pequeña orquesta conformada junto a sus hermanos. Ingeniero de profesión, Vian cultivó géneros como la novela, el cuento, crónicas y críticas de aspectos sociales, algunas piezas teatrales, óperas y toda clase de composiciones de talante a veces ateo y revolucionario, como aquel famoso Le deserteur, canción que increpa al presidente al resistirse Vian a correr a la Guerra.
Cercano a la intelectualidad existencialista de entonces, como puede verse en ese personaje libresco llamado Partre o en el pequeño padrinazgo de Sartre al apoyar sus empresas fallidas, Vian logra también cercanía, en el club Saint-Germain-des-Prés, con grandes músicos del Jazz como Duke Ellington, Miles Davis y Charlie Parker. De allí que La espuma de los días sea, de alguna forma, la comunión atropellada y surrealista de esos afectos musicales y el experimento no solo afectivo-gastronómico que pone en escena una suerte de panoramas oníricos plagados de sustancias inverosímiles y de una fuerza semiótica apenas aplacada por la ambigüedad de los diferentes niveles de la narración. Por allí, puede llegarse a la quizá más ‘íntima’ obra novelística de Boris Vian, aquella que le sintetiza y que pone en entredicho la cuestión patafísica como una suerte de mecanismo de defensa ante los estropicios de una razón siempre convulsionante, aquí una novela cercana a la ciencia ficción y a autores como G. H. Wells que de seguro le dieron la idea de la enorme maquina que el ingeniero Wolf (El lobo) inventa para poder reconstruir su vida desde la ausencia de memoria.
La hierba roja es, en más de un sentido, la novela autobiográfica por excelencia de Boros Vian. Su protagonista, Leonard, mantiene a lo largo del libro constantes conversaciones sobre educación, religión, trabajo, sexo, muerte. Además revela un autor más psicoanalítico como el que puede verse en El Arranca-corazones, novela posterior de carácter bastante ambivalente. Por allí, aparece un campo rojizo parecido a la infancia y aparecen personajes emblemáticos que, como La espuma de los días, parecen querer tomar elementos en apariencia divergentes para subrayar el peso surrealista de algo que parece ser parte de un sueño, como un juego mental en el que se busca precisamente huir de toda idea del pasado en pos de un estado virgen y perfecto. Así como en el curso de La espuma de los días, aparecen los diálogos entre personajes que también remitirían a gustos de Vian por autores como Lewis Carroll y que de una u otra forma guardan un secreto mecanismo dialéctico dentro del corpus narrativo de Boris Vian. Como es el caso del papel de la animalidad y la inocencia dentro del proceso catártico de Wolf en medio de sus conversaciones retrospectivas:
-¿Quién es entonces merecedor de su afecto? –Preguntó Carla.-Ya no lo sé –dijo Wolf-. Había un pájaro, en el rosal enredadera de mi ventana, que me despertaba todas las mañanas dando golpecitos en el cristal con el pico. Había un ratón gris que por las noches se paseaba a mi alrededor y se comía el azúcar que le dejaba en la mesita de noche. Había una gata negra y blanca que no se separaba de mí y que iba a avisar a mis padres si yo me subía a un árbol demasiado alto…-Sólo animales –contestó Carla-Es la razón por la que quise hacer feliz al senador –explicó Wolf-. Por el pájaro, el ratón y el gato.
En otro sentido, la aparición de estos personajes que de alguna manera permiten distintos niveles en la lectura, definen algunos aspectos narrativos que crean homogeneidad en tanto no dudan en tomar la palabra, cruzan de una novela a otra –el senador Dupont de La hierba roja es, por ejemplo, el perro Dupont que aparece en La Espuma de los días– o sufren una suerte de metamorfosis en tanto le sirven a Vian para deformar o satirizar algún rol o personaje humano, aquí el papel de la mujer o algunas convenciones sociales y éticas. Por lo demás, siempre esa transformación antropológica descubre posibilidades infinitas en la medida que estos personajes son morfológicamente más susceptibles de valor sígnico:
-En realidad -dijo el gato-, el asunto no me interesa demasiado.-Te equivocas -dijo el ratón-. Todavía soy joven y, hasta el último momento, he estado bien alimentado.-Pero yo también estoy bien alimentado -dijo el gato-, y no tengo ningunas ganas de suicidarme; esa es la razón por la que todo esto me parece anormal.-Es que tú no le has visto -dijo el ratón.-¿Qué hace? -preguntó el gato.-No tenía demasiadas ganas de saberlo. Hacía calor y todos sus pelos estaban bien esponjosos.(…)-Cuando ha pasado la hora -continuó el ratón- vuelve a la orilla y mira la foto.-¿No come nunca? -preguntó el gato.-No -respondió el ratón-. Se está quedando muy débil y yo no puedo soportarlo. Un día cualquiera va a dar un traspié en esa plancha grande...-¿Y a ti qué te importa? -preguntó el gato-o ¿Qué pasa?, ¿es desgraciado?-No es desgraciado -dijo el ratón-, sino que tiene una pena muy grande. Y eso es lo que no puedo soportar. Además, se va a caer al agua, se asoma demasiado.-Bueno -dijo el gato-, siendo así, estoy dispuesto a hacerte ese favor, aunque no sé por qué digo «siendo así» cuando no comprendo nada en absoluto.-Eres muy bueno -dijo el ratón.-Mete la cabeza en mi boca -dijo el gato- y espera.-¿Habré de esperar mucho? -preguntó el ratón.
La hierba roja, como adelanto de su Journal à rebrousse-poil, muestra a un Vian que dialoga y expone parte de la confusión y crisis existencial de una época, como una suerte de terapia en la que el psicoanálisis se presenta como posibilidad de esa variedad de metafísica patafísica por la cual el mismo sistema que mueve en él el palimpsesto y la intertextualidad, en esta novela y dada su inseguridad y su exaltada humanidad confieren a la narración el poder de salir de lo artificioso para convertirle en la más memorable de sus novelas. En La hierba roja hay un recurso de la memoria que espera ser borrado, eliminado, el acantilado y la figura sublime de las montañas gobernadas por una infausta maquinaria de lobotomía. En ella Wolf espera huir, escapar de sí mismo, romper con su estado humano a través del metal siniestro de la maquina en la cual el recuerdo toma el peso de un pesado agotamiento. Los colores del cielo y el mar se abren junto al azuloso artefacto, mientras la hierba roja en la que Wolf se hecha para descansar lo da diluyendo hasta disfrazarlo dentro de su ‘suelo ensangrentado’, esa búsqueda de ese Wolf-Vian que trata de volver a esas premisas de Jarry, –“Sólo la letra es literatura”– para dar un sentido menos llano a la más personal de sus novelas, quizá la que lo despoja de alguna forma de la chistera patafísica:
“Va a ver usted cómo se desata una de las pasiones que han dominado mi existencia: el odio a lo inútil”.