Por Sophia Vázquez Ramón
El mundo en el oído
Ramón Andrés
Editorial Acantilado
Barcelona, 2008
575 páginas
La especial fascinación de Ramón Andrés para con la figura y obra de Johann Sebastian Bach, me recuerda de entrada aquel aforismo del italiano Gesualdo Bufalino por el que sólo a través de la música del mejor de todos los compositores, podría ser posible, al menos contemplable, la idea de dios. Así ha quedado ya sentado en anteriores estudios musicales del autor, como el dedicado a W. A. Mozart y en el que, sin embargo, hace la siguiente aclaración inicial: “quien escribe este libro es un declarado admirador de Bach, por encima de cualquier otro músico”. En este sentido, podría parafrasearse a Bufalino arguyendo con esto, la posibilidad de la cultura en razón al nacimiento de la música, y viceversa, como bien ha quedado sustentado en este nuevo libro del músico, poeta y ensayista español, nacido en Pamplona en 1955.
El mundo en el oído es un intenso y bien equilibrado estudio sobre la música como lenguaje anterior en razón a su desprendimiento de la esencia del universo —“lo mismo que el silencio, la música es un fragmento de nuestro origen”—, el ritmo, el sonido de la materia, así como a su desarrollo y lugar dentro de los atavíos del conocimiento, dado que ha sido el vínculo primigenio con la palabra como descubrimiento y la música como inevitable consecuencia de la condición humana, “una realidad musical ligada a una pulsión metafísica”, como da cuenta Ramón Andrés al hablar así mismo de Schopenhauer o Henry Bergson. Fragmento constitutivo, según queda allí explicado, y ante todo, un placer que, al igual que el lenguaje, procede del instinto y por ende no es otra cosa que materia constitutiva de su fisicidad. En tanto la investigación va esbozando los inicios de la música y su paso a la armonía y la formalización de este “lenguaje articulado”, que lleva al hombre a pensar no sólo en función de su lugar en el universo sino también en sí mismo a pesar y a propósito de los otros, El mundo en el oído explica cómo la materia del lenguaje auditivo pasó pronto a convertirse en espejo y representación de esos ulteriores latidos de la tierra, en la medida que la verbalidad y las divinidades iban exigiendo del hombre su cuota de signos orales como transmutación del alma por medio de la voz, aquí los primeros rapsodas o ‘zurcidores’:
Enlazar los sonidos, hacerlos canto, concatenarlos, fue uno de los primeros sentidos alcanzados por la música, y es sustantivo que, como recuerda Ivan Illich en su extraordinario libro sobre la lectura monástica, uno de los significados de rapsoda o rapsodo (rhapsoidós) fuera el de ‘zurcidor’, por tratarse de alguien que hilvana cosas coherentemente, alguien que une «con costuras los retazos del pasado» y engarza versos y cantos.
Ramón Andrés, en su apuesta por preservar el curso de su estudio y sin detenerse más de lo debido en algunas consideraciones históricas, prolegómenos de las matrices geográficas y temporales que se impone para dar cauce al libro, recalca la idea de la música como cariz de las diversas manifestaciones humanas, la matemática de Pitágoras como fundamento de la ciencia musical, el mundo reducido a términos de armonía, abstraído y cristalizado en notas musicales, “consecuencia de una operación de cuyo resultado se deduce el equilibrio cósmico y, por consiguiente, la sustancia del alma”. Acaso ella misma como una especie de arte filosófica en sí misma según parecen haber encumbrado los griegos al procurarle “un papel rector de la conducta, de pauta del aprendizaje y medio de educación del espíritu y aun del cuerpo”; asiste por ejemplo a la gesta de los instrumentos como prolongaciones borgesianas de la imaginación y la supervivencia humanas, hasta desarrollada la máquina fundamental de su relación con el mundo, “la música como evolución del habla y, por lo tanto, como refinada manifestación de un instrumento de comunicación”, ya que, como cita al hablar de Herbert Spencer, “el arte de los sonidos no era otra cosa que la suma y el fruto de un elaborado lenguaje que poseía la capacidad de transmitir y reflejar las emociones”.
Entre las distintas fuentes interdisciplinarias que desde luego han de recalar en la música por ser ésta constitutiva e inclusiva de ellas, bien vale decir con W. H. Auden, en torno a la pregunta que este libro se ha hecho desde un principio, qué es, o en qué consiste la música: “[ella] deriva de una experiencia primaria, de una fuerza que lleva a cerrar un círculo entre el origen del mundo y la culminación del presente de cada uno”. Ante la otra cuestión, parece encontrarse para bien varias pero cercanas respuestas. Por un lado, Hesiodo refiere la más aceptada de las teorías, por cuanto las nueve musas que danzaban hacia la mansión del gran Zeus y de cuya gymnopedia galante habría nacido el término –otros aludían a la música como contracción de Mundi cantus, el canto del mundo-, luego, Mousiké, el arte de las musas, representaba no solamente la “técnica combinatoria de los sonidos que permite construir un espacio acorde con las necesidades espirituales y corporales del hombre”, reunía además, en su vocablo, el equilibrio de las artes concernientes a la naturaleza humana, albergando incluso a la literatura y, como se podrá ver hacia el final de este estudio, siendo ella misma la más acorde a las mareas de su existencia.