Por Jennifer Toncel
Memoria de mis putas tristes
Mondadori - Norma
Gabriel García Márquez
2005
Empezar por hablar de García Márquez es un camino que sobra, dado que hay una abundante bibliografía que da cuenta tanto de la crítica e interpretación de su obra como de su vida familiar y personal y, de hecho, si uno se da a la tarea de escudriñar minuciosamente se puede encontrar hasta con la dieta alimenticia que sigue. Sin embargo, y considerando que es el más afamado de los novelistas colombianos, no hay que pasar por alto que ha vendido más copias de Cien Años de soledad –el libro con el que recibió el Nóbel de Literatura- que cualquier otro de sus contemporáneos latinoamericanos.
Como consecuencia de esto, cada uno de sus libros es esperado con alboroto, algo de fanatismo religioso y grandes avalanchas de noticias sobre los ires y venires de sus sonadas invenciones. Su más reciente novela, memoria de mis putas tristes, no fue la excepción. No obstante, he esperado de manera paciente que la crítica especializada se pronuncie con un análisis sistemático de la obra y es poco o nada lo que se ha dicho, aparte de la crítica de brindis que se puede leer en revistas como Semana o en aquella que fue suya y que supo vender en uno de los más inteligentes negocios hechos por un escritor, la revista Cambio. Cabe una pregunta. ¿Por qué la crítica no comenta profundamente esta novela como lo han hecho con otras de sus obras? ¿Acaso los críticos temen equivocarse sobre la calidad de Memoria de mis putas tristes? Creo que, teniendo en cuenta el papel central de la obra de García Márquez en la literatura, ni esta novela ni cualquiera que escriba en el futuro cambiara la posición que tienen asegurada en el canon. Por tanto, un análisis justo de su última novela es obligatorio.
Memoria de mis putas tristes es la historia de un anciano periodista de noventa años, un solitario que protagoniza una amarga rutina al tiempo que ve como todo a su alrededor se sumerge en un deterioro inapelable. Su vida ha transcurrido en los burdeles pues solo se acuesta con prostitutas, de manera que su lista de relaciones con mujeres haciende a 514, aunque, sin embargo, no encuentre el verdadero amor hasta entrados sus noventa años, no en una mujer de su edad sino en una jovencita de catorce años. ¡Vaya novedad!
La narración inicia cuando el nonagenario protagonista decide, en la víspera de su cumpleaños, regalarse para celebrar tal fecha “una noche de amor loco con una adolescente virgen”, para lo cual recurre a Rosa Cabarcas, una vieja amiga dueña de un burdel que le acolita en su empresa: una niña de catorce años -virgen y narcotizada con valeriana- que lo espera dormida y desnuda en la habitación del prostíbulo. El anciano, después de su confusión y sorpresa inicial, siente el placer de verla en su desnudez y se limita al regodeo visual, lo cual se convierte para él en algo más placentero que la consumación del acto. Lo que comienza como una especie de accidente desemboca, con el curso de los días y los repetidos encuentros, en una ceremonia de renuncia voluntaria. En el interior del personaje se lleva a cabo una revolución moral, se enfrenta a su mediocridad, mezquindad y obsesión de su vida pasada y la repudia. Se convierte en un hombre nuevo al darse cuenta de que es el amor lo que mueve al mundo, en su caso un amor que no conocía, pero un amor contrariado y en sus múltiples formas no correspondido. La soledad, el sexo como paliativo contra la inminencia de la muerte, la certeza del deterioro y el humor sabio aunque amargo de la senectud recorren la novela.
Si se juzga a la luz de sus obras anteriores, está breve novela no es un gran logro y “su pequeñez no es consecuencia de su brevedad”. El estilo de 'Gabo' sigue presente, pero no tiene la fuerza que se evidencia en obras como El amor en los tiempos del cólera, por ejemplo. La precisión en el manejo del estilo, la historia y la atmósfera a la que este escritor nos tiene acostumbrados brillan, aquí, por su ausencia.
En Memoria de mis putas tristes puede verse claramente la influencia de La casa de las bellas durmientes del Nóbel nipón Yasunari Kawabata (1961). Desde el inicio del libro, García Márquez pone en evidencia dicha relación amén el epígrafe que encontramos -las primeras líneas del libro de Kawabata-: “no debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada, no debía poner el dedo en la boca de la mujer dormida ni intentar nada parecido”. Si se observa de manera superficial, la estructura de la obra de Kawabata (que contiene cinco capítulos) se sigue en la del colombiano, al igual que se siguen de cerca algunos aspectos de su trama.
En La casa de las bellas durmientes, Kawabata indaga en la relación belleza-soledad-tristeza a través de la historia de Eguchi, quien asiste a una casa frecuentada sólo por ancianos -véase la liaison con nuestro vegete de noventa- que van a pasar la noche con mujeres jóvenes, desnudas, como dios las trajo al mundo, pero profundamente dormidas. La regla principal de la casa es que los ancianos pueden mirarlas y tocarlas, pero sin llegar a hacer nada grosero, pues todas son vírgenes. Aunque, a diferencia de la obra que aquí analizamos, la de Kawabata está escrita en tercera persona y el diálogo es mínimo, se llega a la memoria de Eguchi por medio del uso de un entramado de recursos: colores, imágenes y sonidos, olores y fragancias llevan al anciano a la evocación de su infancia y de momentos importantes de su vida.
Sin embargo, la intención de García Márquez no es imitar a Kawabata, pues su protagonista tiene un carácter diferente al de Eguchi, es menos complejo en su sensualismo, menos explorador y menos poeta. El 'anciano' de García Márquez encuentra con Delgadina- la niña de catorce años- una nueva alegría que lo hace sentirse vivo, por el contrario para Eguchi dormir con una mujer joven siempre será un consuelo efímero, y la búsqueda de la desaparecida felicidad de estar vivo. Así la versión de Márquez es más optimista que la de Kawabata y a mi modo de ver menos interesante, en la medida en que lo que comienza como confesión lleva a su personaje a una redención que no es lo suficientemente sólida y concluye de manera que el lector siente haber acabado una historia coja, en la que se cierran los ojos al futuro que podría tener la relación entre un anciano decrepito enamorado de una niña de catorce años.
Para finalizar, cabe anotar que esta novela puede considerarse como una de las obras menores del autor, desde mi punto de vista se quedo como un ensayo de novela. Me quedo después de leerla con el paladar decepcionado y esperando que nuestro Nóbel nos sorprenda con algo que valga realmente la pena y, desde luego, el alboroto de los medios y sus editores.
Jennifer Toncel es estudiante del Instituto Caro y Cuervo, traductora, profesora y comentarista bibliográfica.